El otro y el de siempre

A veces se preguntaba si, en algún momento inadvertido, había dejado de ser él.

Tal vez fue un descuido ínfimo, un parpadeo apenas, y de pronto ahí estaba: el otro, el personaje. Ese que sonreía cuando la escena lo exigía, que asentía con la cadencia exacta, que encarnaba el guion con la naturalidad de quien nunca lo ensayó.

Al principio, todo le pareció un juego inofensivo.

Se puso la máscara con la despreocupación de quien elige un traje, salió a la calle, saludó con la cortesía debida, pronunció las palabras esperadas. Pero un día intentó despojarse de aquel disfraz y descubrió que no era tan fácil. La máscara había aprendido a ceñirse a su piel, a fundirse con sus gestos. En el espejo, el personaje le guiñó un ojo y le dijo: “Soy más fuerte que tú”. No le creyó.

Entonces caminaba como si supiera a dónde iba.

Aunque, en realidad, a veces se perdía un poco más con cada paso. Lo aplaudían por lo bien que interpretaba, pero nadie se daba cuenta de cuándo dejaba de actuar. Porque ese era el riesgo de encarnar un papel demasiado tiempo: que un día el personaje se tragara al actor, y lo hiciera con calma, con paciencia, sin apuro.

Pero no, a él el personaje no lo devoraba. No le asustaba.

Sabía que no era él, aunque a veces lo llevara consigo, aunque a veces se expresara con su voz impostada. Porque al final, como un buen actor, siempre encontraba el camino de regreso. No hablaba siempre con frases que sonaban a poesía, no encendía almas con cada palabra. Ese era otro yo, el que escribía, el que dejaba su voz en el papel y se liberaba. Pero en la cotidianidad, en los saludos fugaces, en la fila del supermercado, su voz era otra. Más simple, más cruda, más terrenal. Y así estaba bien.

No temía entrar en su personaje porque sabía cómo salir de él.

Al final del día, cuando el aplauso se disolvía y el telón caía, se quedaba sin máscaras, sin artificios. Escribía con otra voz, sí, pero seguía siendo el mismo. Y esa reflexión, vertida en la tarde gris de un domingo lluvioso, no era solo suya. Era también de tantos otros, habitantes de este mundo que, sin advertirlo, se convertían en actores principales de un drama que nunca eligieron. Vivían atrapados en el papel que aprendieron a jugar, sin darse cuenta de que, al final, era solo una máscara.

En la calle, sus palabras eran breves.

No porque hubiera olvidado la poesía, sino porque la guardaba para cuando realmente la necesitaba, para cuando las palabras dejaban de ser ruido y se volvían refugio. Su personaje y él se entendían. Sabían que jugaban un juego peligroso, pero también sabían que, al final, el que se sentaba frente al papel, el que se escuchaba en el silencio, era él.

Y entonces, su personaje dormía profundamente.