Tiempos modernos, nuevas convivencias

Damas, caballeros, seres de incierta naturaleza: hoy abordaremos un tema crucial para la supervivencia de la pareja moderna. Me refiero, por supuesto, a la sabia, equilibrada y casi utópica práctica de compartir la vida sin compartir el domicilio.

Durante siglos, el amor romántico ha sido presentado como una sucesión de sacrificios, una cadena de renuncias en la que dos personas deciden, por alguna razón oscura, reducir su espacio vital a la mínima expresión, compartiendo una misma vivienda, un mismo baño, y en ocasiones, una misma frazada en invierno, con consecuencias catastróficas para la paz mundial.

Ahora bien, ¿quién decidió que la convivencia es la máxima expresión del amor?

¿Quién fue el demente que dijo que compartir el cepillo de dientes por error o discutir sobre cómo se exprimen las naranjas fortalece los lazos del cariño? Esto es falso, amigos. Una falacia colosal promovida por el lobby inmobiliario y las empresas de terapia de pareja.

Porque veamos: al principio todo es hermoso.

Uno se muda con la persona amada y la casa se llena de risas, cenas a la luz de las velas y promesas de eterno respeto. Luego, con el paso de los días, se descubre que esa misma persona deja las medias en cualquier parte, pone música a volúmenes criminales y tiene la asombrosa capacidad de gastar todo el papel higiénico sin reponerlo jamás.

Aparecen entonces frases aterradoras, como:

—¿Vos lavaste los platos ayer?
—¿No te das cuenta de que la ropa no se dobla sola?
—¿Otra vez milanesa con puré?

Y lo peor:

—¿A qué hora pensás volver?

El problema no es el amor, sino la falta de distancia.

Dos personas pueden amarse con locura siempre y cuando no tengan que discutir si el adorno de porcelana en forma de pato va en la mesa o en la basura. De ahí que la solución sea simple: cada uno en su casa.

Piénsenlo:

El amor florece en la expectativa. En la ilusión del reencuentro. Uno se arregla, se perfuma, se encuentra con el otro como si estuviera en una eterna primera cita.

No hay peleas por la temperatura del aire acondicionado ni por el misterioso fenómeno de los pelos en el jabón. Si uno ronca, el otro no lo sabe. Si alguien habla dormido, lo hace en la más absoluta impunidad.

Además, la magia de la despedida garantiza que nunca lleguemos a detestarnos. «Nos vemos mañana», se dice con alegría, en vez de la temida «Nos vemos en el desayuno», cuando el rostro de la persona amada no es precisamente un canto a la belleza matutina.

Por lo tanto, señores, celebremos el amor sin hipotecarlo en una convivencia innecesaria.

Dejemos de compartir la vida como si fuera un plan de telefonía móvil. Que cada uno tenga su espacio, su desorden, su privacidad.

Y cuando nos encontremos, que sea con la alegría del que sabe que, después de una hermosa velada, podrá volver a casa a dormir en diagonal sin que nadie lo empuje.

» Muchas veces hablar de los temas serios, con un poco de humor, da buenos resultados «