«Dejar de ser útiles para empezar a ser valiosos»
La justicia, para el de a pie, no es un mamotreto de leyes ni un despacho solemne.
Es el pan que debería alcanzar, la espera que no debería ser eterna, el salario que no debería doler. Es la cola del hospital que se estira como un bostezo interminable, pero que se abre como un milagro para algunos. Es el policía que mira, pero no a todos por igual.
A veces, la justicia se disfraza de esperanza:
La vecina que estira la mano, la maestra que enseña lo que no viene en los libros, el desconocido que devuelve la cartera como si le devolviera un pedazo de fe a la humanidad. Porque cuando la justicia se queda a vivir en los tribunales, la gente la inventa a retazos, con dignidad y con rabia. «Dicen que la justicia es ciega, pero el pueblo sabe que ve muy bien: elige a quién castiga y a quién olvida».
Nos enseñaron a ser buenos.
Nos dijeron que la bondad era la llave para ser queridos, aceptados, abrazados. «Sé bueno», nos insistieron. Y nosotros aprendimos. Aprendimos a ceder, a correr para que otro descanse, a dar sin preguntar, a sonreír, aunque por dentro nos lloviera. Nos volvimos útiles.
Ser útil es una maravilla… para los demás.
Un ser útil no hace ruido, no pide, no molesta. Se entrega con la sonrisa puesta, resuelve sin quejarse, escucha sin ser escuchado. La bondad extrema nos transforma en herramientas, en escalones, en comodidades ajenas. Y encima nos premian con palmaditas en la espalda: «qué buen tipo», «qué generoso», «siempre está». Pero ¿quién nos recoge cuando la bondad nos deja vacíos?
Y ahí entra la justicia.
Porque ser justo no es lo mismo que ser bueno. La bondad a veces es ciega y nos empuja al sacrificio, pero la justicia abre los ojos y dice: «Esto merezco. Esto doy, pero también esto exijo». El problema de ser solamente buenos es que nos vuelven descartables. Cuando sólo somos buenos, la gente nos necesita, pero pocas veces nos valora. En cambio, cuando somos justos, trazamos líneas, marcamos territorio, exigimos respeto. Y eso incomoda.
La justicia no siempre cosecha aplausos.
Ser justo es perder amigos, desafiar estructuras, desarmar códigos no escritos. Pero también es recuperar el poder sobre la propia vida. El mundo ya tiene suficientes personas «buenas». Necesita gente justa. Personas que ayuden, sí, pero sin hipotecar su paz. Que amen, pero sin perderse. Que den, pero que también sepan recibir. La justicia no es egoísmo, es equilibrio. No es frialdad, es dignidad.
Tal vez la pregunta no es si somos buenos o malos.
Tal vez la verdadera pregunta sea: ¿somos justos con nosotros mismos? ¿Nos damos el amor y el respeto que regalamos a los demás?
Porque ser buenos nos vuelve útiles. Pero solo la justicia nos hace valiosos.