La tolerancia religiosa a la luz de las enseñanzas de Jesús
La fe, cuando es verdadera, no construye muros; teje redes.
Jesús, el Nazareno, no vino a fundar una religión, sino a recordarnos que el Amor es el único templo donde cabe la humanidad entera. En sus gestos y palabras late una paradoja: quien se proclamó «camino, verdad y vida» nunca obligó a nadie a seguirlo. ¿No es esta la esencia de la tolerancia? Un Dios que se hace mendigo de corazones, nunca verdugo de conciencias.
Jesús habló con samaritanas, curó a sirios, elogió la fe de centuriones romanos y compartió mesa con publicanos.
En su mirada, el «otro» —aquel que reza distinto, que venera otros nombres, que busca lo sagrado en otros altares— nunca fue un rival, sino un hermano. La parábola del Buen Samaritano (Lucas 10:25-37) no es solo un relato moral: es un manifiesto contra el tribalismo religioso. El héroe no es el sacerdote judío, sino el extranjero que practica la misericordia sin dogmas. ¿Acaso no es esto más revelador que cualquier tratado teológico?
El Reino que Jesús anunció no tiene fronteras.
Es como el sol que «hace salir su luz sobre malos y buenos» (Mateo 5:45), o como la lluvia que fecunda sin preguntar a qué Dios se inclina la tierra. Él no vino a negar las diferencias, sino a trascenderlas: «Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo» (Mateo 18:20). No dijo «donde dos o tres de mi religión». La Presencia no se restringe a ritos ni doctrinas; habita en el encuentro auténtico.
Sin embargo, cuántas veces hemos traicionado esta herencia.
Las cruzadas, las hogueras de la inquisición, los muros que levantamos entre «creyentes» y «paganos»… Jesús, en cambio, murió con los brazos abiertos, no cerrados en cruzada. Su última palabra no fue un juicio, sino un perdón (Lucas 23:34). ¿No es esta la invitación más radical?: Amar incluso a quien considera tu Dios un error.
La tolerancia no es indiferencia.
No se trata de decir «todo da igual», sino de reconocer que el Misterio es tan vasto que ninguna religión lo agota. Como escribió Pablo d’Ors: «Dios no es una respuesta, sino una pregunta que nos mantiene despiertos». Jesús no nos pidió uniformidad, sino unidad en el amor. Y el amor verdadero no conquista; acoge. Quizás la mayor herejía no sea dudar de los dogmas, sino olvidar que el prójimo —incluso el que niega lo que nosotros veneramos— es sagrado. Porque en su rostro, aunque no lo sepamos nombrar, brilla el mismo anhelo que late en el nuestro: la sed de infinito.
Al final, solo habrá una pregunta:
¿Aprendimos a ver en el «otro» a un hijo del mismo Padre? Porque, como recordaba el Maestro, «lo que hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mateo 25:40). Incluso si ese «pequeño» reza en una mezquita, medita en un templo budista o calla ante el abismo de lo inefable.
La tolerancia, entonces, no es concesión:
Es humildad. Es admitir que nadie posee a Dios, pero todos somos poseídos por Él. Y que, como Jesús, estamos llamados a ser puentes, no jueces. Puentes hacia ese Abrazo que, más allá de toda creencia, nos espera a todos.