El enojo: ese fuego que quema por dentro

El enojo es un incendio que comienza en el pecho y se extiende por la sangre.

Arde en las venas, sube a la garganta, se enreda en la lengua y estalla en palabras afiladas. Es un animal rabioso que muerde por dentro y deja marcas que nadie ve, pero que se sienten como cicatrices en el alma.

Desde tiempos antiguos, el enojo fue escudo y lanza. Nuestros ancestros lo usaban para espantar al depredador, para defender la cueva, para marcar territorio. Hoy, no hay tigres acechando en la selva, pero seguimos a la defensiva. Nos enojamos en el tráfico, en la fila del banco, en la mesa de la cena. Nos enojamos con el jefe, con la pareja, con el mundo. Y nos vamos llenando de fuego hasta que el cuerpo empieza a protestar.

Porque el enojo no se queda en la boca. Baja al estómago, donde se convierte en ácido. Sube a la cabeza, donde se transforma en presión. Aprieta los músculos, acelera el corazón, envenena la sangre con su cóctel de adrenalina y rabia.

Nos deja exhaustos, rotos, vencidos.

Los que ganan cuando nos enojamos

Nos enseñan a odiar como quien enseña a sumar. Nos dicen que el enemigo es el otro, el que cruza la frontera, el que reza distinto, el que no piensa igual. Nos venden la rabia envuelta en discursos, nos susurran al oído que gritar es suficiente, que señalar es justicia, que el que sufre al lado es el culpable. Y mientras, allá arriba, en torres de humo y cristal, los de siempre siguen contando monedas, siguen repartiéndose el mundo mientras reímos su risa y odiamos su odio. Pero un día, tal vez, dejemos de apuntarnos con el dedo y miremos hacia las sombras.

Un día, tal vez, recordemos que la furia más noble es la que construye y no la que destruye.

¿Y qué hacer con el enojo?

El enojo llega sin pedir permiso, como tormenta de verano. No se puede evitar, pero sí se puede aprender a dejarlo ir.

Respirar. Sentir el calor en el pecho sin dejar que nos consuma. Recordar que el enojo es un visitante, no un dueño. Que podemos invitarlo a sentarse, pero no darle las llaves de nuestra casa.

Buscar refugio en lo simple: en la caricia del agua, en la firmeza de una piedra en la mano, en la brisa que nos recuerda que el mundo sigue girando más allá de nuestra rabia.

Soltar. Porque si nos aferramos al enojo, nos volvemos sus prisioneros. Y no hay peor cárcel que la que construimos con nuestras propias llamas.

Porque al final, el enojo es solo un reflejo de lo que nos duele. Y sanar no es olvidar, sino transformar el fuego en luz.

Y como dice el tango Fuimos, con su melancólica resignación:

“Fuimos la esperanza que no llega, que no alcanza, que no puede vislumbrar su tarde mansa…Fuimos el viajero que no implora, que no reza, que no llora, que se echó a morir.”

Porque enojarse es quedarse atrapado en lo que no fue, en lo que no pudo ser. Pero también, como en el tango, podemos soltar, dejar ir y seguir andando.