El perdón y la lluvia

A sus sesenta años, Amanda aprendió a mentir sin miedo. No era que no hubiera mentido antes, pero la culpa siempre la visitaba después, como un perro fiel que vuelve a la puerta de casa. Esta vez no. Esta vez su corazón no se encogió cuando abrazó a Enrique después de haber estado con otro hombre.

Era una tarde de lluvia. Las gotas caían sobre el techo como dedos impacientes y el aire olía a café y a secretos. Enrique la miró con esos ojos de siempre, los mismos que la habían visto joven, embarazada, enferma, hermosa, avejentada.

—Sé lo tuyo —dijo él, con la voz calmada de quien ha entendido demasiado tarde.

Amanda bajó la mirada. No por vergüenza, sino porque no tenía una respuesta. La verdad se le había quedado atascada en la garganta, como una espina.

Él suspiró, largo y hondo, y se quitó los lentes.

—¿Sabes por qué llueve? —preguntó de repente.

Amanda frunció el ceño.

—Llueve porque el cielo está demasiado lleno de agua. No puede sostener más. Y entonces suelta todo.

Ella lo miró, sin saber si hablaba del cielo o de ellos.

—Yo también estoy lleno —continuó Enrique—. Lleno de amor y de dolor, de recuerdos y de traiciones. Pero si el cielo puede soltar su peso, yo también puedo.

Amanda quiso llorar, pero ya no quedaban lágrimas. Solo pudo sentarse junto a él y tomarle la mano. No supo si era una despedida o un nuevo comienzo. Solo supo que, afuera, la lluvia seguía cayendo.

A veces, el amor no es justicia ni venganza, sino la simple decisión de soltar el peso del dolor.