Cuento: “El hombre que perdió sus escrúpulos”
Pedro nació con todos sus órganos en su sitio. Corazón a la izquierda, pulmones inflándose a ritmo regular y un hígado listo para futuras batallas. También nació con algo que no salía en las radiografías: un puñado de escrúpulos bien puestos.
Desde pequeño, Pedro sintió el peso de esos diminutos guijarros en la conciencia.
Cuando su madre le pedía que trajera pan del almacén, devolvía hasta el último centavo del cambio. Cuando su maestra le dictaba una lección, se negaba a copiar del compañero, aun sabiendo que su letra parecía un terremoto en tinta. Hasta cuando jugaba fútbol en la calle, se sentía culpable si la pelota entraba al arco con ayuda del viento.
Pero la vida es sabia, y también cabrona.
Un día, Pedro consiguió trabajo en una oficina. Le dieron un escritorio, una computadora y, sobre todo, un sueldo modesto pero suficiente para traicionar sus principios. Al principio, los escrúpulos seguían con él, como pulgas en perro fiel. Si su jefe le pedía inflar un informe, Pedro sudaba y tragaba saliva. Si le ofrecían una «pequeña mordida» por agilizar un trámite, su mano temblaba sobre el billete.
Pero poco a poco, sus escrúpulos comenzaron a molestarle. Eran como piedritas en el zapato, sí, pero ¿quién camina cómodo con los zapatos llenos de piedras?
Así que un día, sin ceremonias, Pedro decidió sacárselos de encima. Primero fue un favorcito. Una firma aquí, un dato cambiado allá. «Nada grave», se dijo. Después, cuando ya no le costaba tanto dormir por las noches, aceptó su primer sobre abultado. «Todos lo hacen», pensó. Y cuando vio que su auto era más nuevo y su casa más grande, los escrúpulos se volvieron cosa del pasado.
Con el tiempo, Pedro pensó que, en este mundo, los que tienen escrúpulos limpian los baños de los que no los tienen.
Así que siguió escalando. Se metió en la política. Primero como asesor de un diputado, luego como diputado él mismo. En cada cargo, sus bolsillos engordaban y su conciencia adelgazaba. Hasta que un día, Pedro llegó a la cumbre: fue elegido presidente de su país. En su discurso inaugural, con la banda presidencial cruzándole el pecho, habló de valores, de justicia, de honradez. Las palabras salían de su boca sin que su cara se sonrojara. Un verdadero profesional. Gobernó como había aprendido: vendiendo promesas, comprando conciencias y arrendando el futuro. Los pobres siguieron pobres, los ricos siguieron ricos y Pedro siguió feliz.
Un día, por curiosidad, Pedro buscó sus escrúpulos.
Tal vez, en un momento de nostalgia, los podría recuperar. No estaban. Se habían evaporado, como la ética en las campañas electorales. Preguntó a sus ministros, pero todos habían perdido los suyos también. Buscó en Google: «cómo recuperar los escrúpulos». Nada. Solo encontró ofertas de coaching y criptomonedas. Entonces entendió: una vez que se pierden los escrúpulos, no hay manera de recuperarlos. Son como la inocencia o la fe en los políticos. Desde entonces, Pedro siguió su vida sin ellos. Y aunque tenía dinero, poder y una flota de autos con vidrios polarizados, de vez en cuando sentía una extraña molestia en el alma, como si aún le quedara una piedrita en el zapato.
Pero no. Ya no. Ya no le molestó nunca más.
“Este es un cuento de ficción. Cualquier parecido con la realidad es solo esa costumbre terca que tiene la vida de meterse en los cuentos ajenos”