Doña María la abuela del barrio
Doña María vive en Málaga, en una casa pequeña con macetas en la ventana. Frente a una plaza pequeña. Tiene más de ochenta años y los huesos cansados. A veces le falta el aire, a veces la memoria. Pero nunca le falta el café caliente ni una voz amiga.
Por la mañana, Carmen, la vecina de enfrente, le lleva pan recién hecho. “Para que desayune como Dios manda”, dice, dejando la bolsa de papel sobre la mesa. Doña María sonríe y le ofrece café, pero Carmen siempre tiene prisa. Antes de irse, le acomoda la manta sobre los hombros, le da un beso en la frente y le dice: “Hoy hace sol, aproveche y siéntese un rato”.
Más tarde, Juan, su hijo mayor, llega con el periódico bajo el brazo. Se sienta a su lado y le cuenta las noticias del día, aunque ella solo escucha lo que quiere. “El mundo está muy loco, hijo”, dice siempre. Juan se ríe y asiente. Sabe que su madre ya no recuerda muchos nombres ni fechas, pero recuerda muy bien lo que siente.
A veces, en las tardes, Manuel, el carnicero, pasa a dejarle un trozo de jamón. “Para que tenga fuerzas”, dice, aunque en el fondo sabe que es solo una excusa para verla. Doña María le toma la mano un momento y le dice que Dios se lo pague. Manuel sonríe y se va con el alma un poco más liviana.
Por la noche, Antonio, el del quinto, le baja una sopa caliente. “Para que no cene sola”, le dice. Pero ella sabe que es para que él tampoco lo haga. Se sientan juntos en la pequeña cocina y hablan de cosas simples: del clima, de los años que han pasado, de los que aún quedan.
Cada día, entre todos, la sostienen. Como si fuera un árbol viejo que necesita manos para seguir en pie. Como si supieran que cuidarla es también cuidarse a ellos mismos.
Doña María, con sus achaques y su tos persistente, sigue viviendo. No porque su corazón lata, sino porque todos los días alguien lo empuja un poquito. Y así, cuando le llegue la hora, ella no se irá del todo. Quedará en el pan de Carmen, en las palabras de Juan, en el jamón de Manuel, en la sopa de Antonio. Y ellos, sin darse cuenta, la seguirán viendo en cada rincón del barrio. Como si la muerte no supiera cómo llevársela del todo.
En este rincón sencillo del mundo, donde las puertas no conocen cerrojos y la gente se llama por el nombre, la vida transcurre al ritmo de la confianza. Aquí, la riqueza no se mide en oro, sino en abrazos. Porque cuando el dolor golpea, siempre hay una mano tendida; y cuando la alegría llega, es de todos.