¿Cuándo dejamos de pensar, cuando dejamos de aprender?
¿Cuándo empezó todo esto? ¿Cuándo la humanidad, que tanto se enorgulleció de su capacidad de “reasoning”, decidió que ya no valía la pena “to think”? Quizás cuando los padres, agotados por jornadas interminables, encontraron más fácil encender la TV que conversar con sus hijos.
Cuando la “dining table” dejó de ser un lugar de encuentro y se convirtió en un “silent eating space”, donde cada uno mastica en sincronía con la pantalla. Tal vez cuando los niños, que antes preguntaban hasta el cansancio, fueron callados con “devices” que les ofrecían respuestas inmediatas sin necesidad de comprenderlas.
Quizás empezó cuando los maestros, antaño guardianes del conocimiento, se convirtieron en “employees” de un sistema que prioriza lo rápido sobre lo profundo.
Cuando enseñar a pensar se volvió peligroso porque los alumnos podrían cuestionar lo establecido, y entonces se les dio formulas en lugar de herramientas, respuestas en lugar de preguntas. Se les enseñó a aprobar “exams”, no a entender el mundo. ¿Y qué es una educación que no despierta la curiosidad sino una fábrica de “obedient workers”?
«Los términos ingleses no solo se comieron a sus originales españoles, sino que se sumaron a desvirtuar un lenguaje rico y maravilloso como el de Cervantes y tantos otros maestros de las letras, pasados y presentes.»
Pero pensar no es solo resolver problemas inmediatos.
Pensar es también imaginar lo inexistente, concebir realidades alternativas, cuestionar la naturaleza de la existencia y explorar conceptos intangibles como la justicia, la libertad o el tiempo. ¿Cuándo dejamos de preguntarnos si el infinito es real o solo una idea? ¿En qué momento la metáfora dejó de ser una forma válida de interpretar el mundo?
Tal vez comenzó cuando los medios dejaron de informar y se dedicaron a entretener.
Cuando descubrieron que la mejor manera de controlar no es con la fuerza, sino con la distracción. Un pueblo adormecido con noticias simplificadas, debates sin profundidad y espectáculos diseñados para entretener sin incomodar. ¿Para qué leer a los filósofos si en un minuto de video alguien nos puede decir qué pensar? ¿Para qué esforzarse en comprender si podemos consumir verdades empaquetadas listas para su consumo inmediato?
En algunos lugares del mundo, la educación ni siquiera es una cuestión de aprender o no aprender a pensar.
En ciertas comunidades empobrecidas, la escuela representa algo más básico: una oportunidad de comer. Para muchos niños, asistir a clases no es una elección intelectual, sino una necesidad vital. Allí, el aula no es solo un espacio de conocimiento, sino el único sitio donde pueden recibir una comida caliente al día. En esos lugares, la educación es supervivencia antes que filosofía.
Así, poco a poco, nos convertimos en un rebaño dócil que solo entiende lo concreto.
Lo inmediato, lo evidente. Nos volvimos incapaces de interpretar un símbolo, de leer entre líneas, de dudar. Porque dudar cansa, dudar incomoda. Mejor aceptar, mejor repetir. El pensamiento abstracto se volvió inútil en una sociedad que premia la eficiencia sobre la creatividad, la certeza sobre la incertidumbre. Pero sin abstracción, ¿cómo imaginar futuros posibles? ¿Cómo concebir conceptos como la identidad, el destino o la moralidad sin caer en la trampa de lo literal?
No, la AI no es el problema.
No la culpemos de lo que ya habíamos empezado a destruir antes de su llegada. El problema es la educación mutilada, la curiosidad apagada, la complicidad de un “State” que prefiere ciudadanos obedientes a ciudadanos pensantes. El problema es que muchos padres entregaron la crianza de sus hijos a “screens” y muchos profesores cedieron ante un sistema que les exige rapidez, no profundidad.
«El verdadero peligro no es que la IA piense por nosotros. El peligro es que cuando queramos recuperar el pensamiento, ya no sepamos cómo hacerlo.»