El tiempo y sus urgencias

El tiempo no se detiene. No sabe de pausas ni de indulgencias.

No espera a que resuelvas tus dudas, a que aclares tu mente, o que sanes las heridas que aún te escuecen. Es un viejo testarudo que avanza sin mirar atrás, indiferente a nuestras súplicas o nostalgias. Y mientras él sigue su curso, nosotros dudamos, nos detenemos por nimiedades, por tristezas que mañana serán polvo.

Nos aferramos a pequeñeces con la misma obstinación con que el mar insiste en besar la orilla.

Pero el mar regresa, siempre regresa. Nosotros no. Lo que se pierde en el tiempo no tiene regreso. Lo que no se dice hoy, mañana pesa. Lo que no se hace ahora, quizá nunca llegue a hacerse. Por eso, no tiene sentido postergar la vida esperando un momento perfecto. No lo habrá. Nunca lo ha habido.

Porque en este exacto instante, eres lo más viejo que has sido.

Has acumulado más recuerdos, más cicatrices, más risas. Eres el resultado de cada amanecer vencido, de cada duda resuelta o abandonada. Pero también, en este mismo aliento, eres lo más joven que nunca volverás a ser. Aún hay caminos que no has pisado, canciones que no has escuchado, abrazos que esperan por ti en algún recodo del destino.

Así que sigue adelante.

No te detengas por el miedo al error, porque errar es simplemente otro nombre para aprender. No te estanques en reproches ni en lamentos, porque el tiempo no los carga, los deja atrás, huérfanos de importancia. Mira hacia adelante con la certeza de que cada instante es una posibilidad inédita, un papel en blanco en el que puedes escribirte de nuevo.

No esperes a que la vida decida por ti.

Elige, equivócate, corrige, reinicia. Porque mientras el tiempo avanza con su prisa habitual, lo único que realmente te pertenece es la forma en que decides vivirlo.