Cada persona brilla con luz propia
A veces con un fulgor tenue, otras con un resplandor que no deja sombras. No hay dos fuegos iguales, como no hay dos miradas idénticas o dos corazones que laten con la misma cadencia. Algunos arden con la impaciencia de la juventud, otros con la serenidad de la experiencia. Hay llamas que bailan con el viento y otras que se resisten, firmes, a la tempestad.
En este mundo donde las diferencias suelen volverse abismos, conviene recordar que la diversidad es el matiz de la vida.
No somos líneas rectas ni espejos repetidos. Somos curvas, esquinas, caminos enmarañados. Cada uno mira el horizonte desde su propia altura, con ojos que han aprendido a descifrar la realidad de maneras distintas. Y eso, lejos de separarnos, nos complementa. Porque lo que uno no alcanza a ver, el otro lo intuye. Y lo que a uno le falta, el otro lo entrega.
Hay quienes encienden fuegos grandes, de esos que iluminan estancias enteras y calientan las almas ajenas.
Son los que con una palabra o una sonrisa pueden cambiar el rumbo de un día gris. Pero también están los fuegos pequeños, esos que parpadean discretos pero constantes, los que no buscan protagonismo y, sin embargo, sostienen la esperanza con su luz humilde. No hay fuegos mejores ni peores, solo distintos.
El problema no está en ser diferentes, sino en olvidar que lo somos.
Creemos que nuestra forma de arder es la única correcta, que nuestro color es el único válido. Nos empeñamos en medir con una misma vara lo que por naturaleza es incomparable. Y en esa obstinación, nos alejamos, nos fragmentamos, nos herimos con la torpeza de no entender que en la suma de contrastes es donde se teje la armonía.
Aceptar las discrepancias con tolerancia y sabiduría es una tarea urgente.
No basta con soportar lo distinto; hay que celebrarlo, hay que mirarlo con el asombro de quien descubre una nueva estrella en el cielo. Las diferencias nos enriquecen, nos completan, nos enseñan lo que solos jamás habríamos aprendido. Y cuando logramos ver al otro no como un adversario, sino como un reflejo alterno de la existencia, entendemos que el mundo no es blanco ni negro, sino un infinito matiz de fuegos entrelazados.
Que las diferencias no nos humillen, que no sean motivo de discordia ni de desdén.
Que nos sirvan, en cambio, como un puente tendido entre almas que, aunque distintas, comparten un mismo viaje. Porque al final, todos ardemos con el deseo de ser vistos, de ser comprendidos, de no extinguirnos en la indiferencia. Así que sigamos ardiendo, cada uno, con su luz, con su intensidad, con su propio color. Y en ese fuego plural, quizás, encontraremos la manera de iluminarnos mutuamente.