Parábolas
Un hombre se va de casa. Quiere vivir, o al menos, quiere intentarlo. Se equivoca, por supuesto, porque siempre nos equivocamos. Malgasta lo que tiene y, cuando no le queda nada, vuelve. Su padre lo recibe con los brazos abiertos. No le pregunta, no le juzga, no le exige explicaciones. Simplemente lo abraza. Su hermano, que nunca se ha ido, protesta. “¿Por qué premias su insensatez y no mi fidelidad?”. Es una pregunta legítima. Pero el amor, si es amor, no entiende de merecimientos.
Hay otro hombre que tiene cien ovejas y, cuando una se pierde, deja a las otras y va tras ella. Podría haberse resignado. Podría haber pensado que perder una no es tan grave, que es el precio que hay que pagar. Pero no lo hace. En su corazón hay algo que no le deja seguir adelante. No puede continuar sabiendo que falta una. La encuentra y la carga sobre sus hombros, como si pesara menos que el amor que siente por ella. ¿Y las otras noventa y nueve? No parece preocuparse demasiado. Su alegría no está en lo que ha conservado, sino en lo que ha encontrado.
Y luego está aquel hombre que reza en voz alta, dándole gracias a Dios porque no es como los demás. Porque cumple, porque obedece, porque no se ha desviado del camino. Y a su lado, otro, que no levanta la vista del suelo, que no tiene nada que ofrecer salvo su propio fracaso. Y, sin embargo, es este segundo el que sale del templo con el alma liviana. Porque el primero lleva consigo su orgullo y el segundo su libertad.
Tres historias que se parecen, que se entrecruzan. La del que se pierde y es encontrado. La del que se aleja y es abrazado. La del que se humilla y es levantado. No hay en ellas un relato de culpa, sino de gracia. No hay un Dios que exige, sino que espera. No hay condena, sino alegría. Porque el verdadero amor no castiga ni premia. Simplemente está.
Podríamos aprender algo de estas historias. Podríamos entender que no somos nuestros errores ni nuestros aciertos, que no se trata de lo que hacemos, sino de quiénes somos. Que hay un lugar al que siempre podemos volver, aunque ese lugar no esté en el tiempo ni en el espacio, sino en el fondo de nuestro corazón.
Porque en el centro de todo, siempre, hay un abrazo.