Cuento:”Los martes, sin preguntas”
La rutina era un animal invisible que devoraba todo en silencio. Laura y Martín llevaban quince años casados, aunque en realidad parecía que convivían con un pacto tácito: no molestarse demasiado. Él salía temprano a trabajar en una ferretería, regresaba al atardecer y se acomodaba frente a la televisión, buscando noticias que no cambiaban. Ella, en cambio, se quedó en casa, corrigiendo textos que nadie le había pedido. La vida se les iba como el agua entre los dedos.
Fue entonces cuando Julián apareció en la bandeja de entrada de Laura, como un paréntesis inesperado. El primer mensaje no decía mucho: un saludo cordial, un comentario sobre un cuento que había leído en una revista digital. Pero había algo en sus palabras, algo pequeño, casi imperceptible, que empezaba a colarse entre las grietas de su vida.
El diálogo virtual se transformó en una cita concreta. Un martes, a las cinco, en un café del centro. Laura llegó puntual, con una sonrisa de esas que ya no practicaba frente al espejo. Julián era todo lo que Martín no era: hablador, inquieto, con un brillo en los ojos que parecía no saber de silencios.
Hablaron de libros, de películas, del olor a tierra mojada después de la lluvia. Fue una conversación que avanzó sin esfuerzo, como si la complicidad hubiera estado ahí, esperándolos. Al despedirse, Julián le rozó la mano. No fue más que un gesto, pero Laura sintió cómo algo dentro de ella, una especie de emoción dormida, se desperezaba.
Los martes se hicieron su refugio. Laura escribió mensajes en su mente desde el domingo y los vivían el resto de la semana. En el café de siempre, con Julián de frente, podía ser otra. No la mujer que olía a suavizante de ropa, sino alguien que reía con los ojos.
Martín, mientras tanto, no sospechaba nada. Pero no porque fuera ingenuo, sino porque vivía demasiado ensimismado en sus propias ausencias. Regresaba cada día con el cansancio en los hombros y el silencio en la boca. Hasta que una noche, Laura lo despertó con una confesión que llevaba días masticando.
—Tengo que contarte algo.
Él se sentó en la cama, sin encender la luz. La escuchó hablar de Julián, de los martes, del café y de la mano que se había rozado con la suya. Fue un relato pausado, sin adornos, pero cargado de sinceridad. Cuando terminó, Martín respiró hondo y, tras unos segundos de silencio, respondió algo que Laura jamás imaginó.
—Yo también tengo algo que decirte.
Y así, casi como una escena de teatro mal ensayada, Martín confesó su secreto. No tenía otro amor ni citas en cafés. Su escape eran las clases de teatro a las que había empezado a ir hacía tres meses. Había tropezado con el taller de casualidad, un miércoles lluvioso, y desde entonces cada semana se subía a un escenario para ser otros hombres.
Laura se quedó mirándolo con una mezcla de sorpresa y ternura. No sabía si reírse o abrazarlo. Hablaron hasta que salió el sol. Por primera vez en años, el insomnio no les pesó. Decidieron, sin grandes discursos, que los martes seguirían siendo suyos, pero no juntos: ella iría al café y él al teatro. Sin preguntas, sin reproches. Era un acuerdo raro, sí, pero extraño era también el modo en que ambos se sintieron más vivos.
Con el tiempo, todo tomó formas insospechadas. Laura comenzó a escribir cuentos basados en los personajes que Martín interpretaba. Martín, que siempre había visto los libros como objetos decorativos, se volvió actor. Julián también encontró su lugar. Una noche, en una función de Martín, conoció a una actriz con la que terminó abriendo un pequeño café literario. Y así, sin grandes dramas ni finales felices de cartón, la vida de todos siguió su curso.
Porque a veces, el amor no es un puerto fijo, sino un río que encuentra nuevos cauces.