“La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla.” Gabriel García Márquez (1927-2014)

La vida, entonces, no es un río que fluye; es un espejo roto.

No se mide en años ni en días, sino en fragmentos: trozos de luz, destellos que sobreviven al tiempo, historias que aprendieron a bailar en la memoria. Lo demás, el olvido, se hunde en la corriente y se lo lleva el viento.

Cada vida es un relato, pero no un relato único, sino muchos, porque no recordamos una sola vez. Recordamos siempre de nuevo, y cada vez el recuerdo cambia de piel, como una serpiente. A veces brilla más de lo que fue, a veces se oscurece, pero nunca es el mismo.

¿Quién soy, entonces? Soy lo que cuento, y lo que cuento soy yo.

Un hilo invisible une mi boca con mi corazón y mi memoria. Cuento lo que fui, o lo que creí ser. Cuento lo que soñé, porque lo soñado también es vivido. Y lo vivido, cuando se cuenta, deja de ser solo mío; se convierte en la chispa que enciende la hoguera de otros.

¿Y qué pasa con lo que no se recuerda? Lo que calla la memoria, lo que no encuentra palabras para nacer, ¿deja de existir? Tal vez no. Tal vez vive en las sombras, como una raíz secreta que alimenta lo que sí florece. Pero solo lo que se cuenta tiene nombre, y lo que tiene nombre se queda.

La memoria es caprichosa:

Guarda lo que quiere, a veces lo más pequeño. Un beso en la frente de una abuela, una risa que parecía eterna, el olor del pan en la mesa. Lo grande se achica y lo chico se agranda, porque la memoria es una artista, no una contadora. Y su arte no busca la verdad, sino el sentido.

Al final, vivimos para recordar, y recordamos para contar. Porque contar es vivir dos veces. Es ofrecer nuestras migajas de tiempo, como quien ofrece un pedazo de pan al hambriento. Lo que contamos no nos pertenece más; es un regalo, un testamento, una trampa contra el olvido.

La vida, entonces, es eso: lo que permanece encendido cuando el resto se apaga. Un fuego que arde, tenue pero invencible, en la palabra que recuerda.