Nos alimentamos de pan, sí, pero también de caricias

El alma tiene hambre de lo que no se mide, de lo que no se pesa. Un abrazo sincero vale más que cualquier fortuna, porque no se compra ni se vende: se entrega. Una sonrisa, ligera como el aire, puede salvarnos de caer en los abismos del día.

Los días sin palabras cálidas son días de paredes frías, de puertas cerradas.  

El mundo está lleno de relojes que corren y agendas que devoran el tiempo, pero lo que sostiene la vida es el roce de lo humano. Las caricias verdaderas –esas que no se improvisan– nos recuerdan que aún estamos aquí, respirando.

¿De qué sirve el pan si no lo compartimos? ¿De qué sirve el abrazo si no arropa?

Los gestos vacíos son como espejos rotos: reflejan, pero no muestran. Por eso necesitamos el calor que nace de lo profundo, de las manos que hablan sin palabras, de las voces que susurran y cuidan.

Tal vez, en un mundo tan apurado, hemos olvidado cómo tocar sin lastimar, cómo mirar sin juzgar.

Pero ahí, en lo sencillo, en lo cotidiano, se encuentra lo sagrado. Necesitamos esas pequeñas grandes cosas, como el pan de cada día, para no morir de frío en medio de tanto hielo. Que nunca nos falte el pan, ni las caricias, pero que ambas cosas nos lleguen con la verdad de un corazón sincero.