El lenguaje en ruinas y la cultura en venta

El lenguaje se nos muere en las manos, como un río que se seca mientras lo cruzamos. Lo que alguna vez fue una herramienta para soñar y construir ahora se arrastra herido, desfigurado por gritos huecos y palabras vacías. La pantalla brilla, pero lo que muestra es sombra: los realities, esos circos modernos donde se venden las miserias humanas al mejor postor han convertido la vida en un espectáculo grotesco. Allí, en ese escenario de plástico y ruido, el conflicto es moneda, el insulto es aplauso, y la vulgaridad, reina coronada.

La telebasura no solo llena el aire de gritos, sino que también nos vacía por dentro.

Antes, la televisión nos contaba historias; ahora nos arroja sobras. La cultura, que debía nutrirnos, es ahora un plato servido con prisa, condimentado con escándalo, trivialidad y una dosis generosa de cinismo. Y el lenguaje, que alguna vez fue un palacio, se desmorona piedra a piedra. Los vocablos se achican, las frases se rompen, y las malas palabras, que en otros tiempos tenían fuerza y rebeldía, hoy son meras muletillas que no dicen nada.

En este paisaje, la corrupción no es solo un acto político:

Es una forma de vida. Está en los despachos de los poderosos, pero también en los corazones resignados que prefieren callar. Las palabras —esas que podrían denunciar, resistir, crear— se han vuelto cómplices por omisión. Y así, nos dejamos llevar por un río de ruido y furia que no lleva a ningún lado, porque hemos perdido el mapa de la dignidad.

El presente nos duele, pero ¿qué futuro nos espera?

Una sociedad que traiciona su lenguaje traiciona su memoria. Porque las palabras son más que sonidos: son puentes hacia lo que somos, lo que soñamos y lo que tememos. Si dejamos que se pudran, nos quedamos solos, rodeados de pantallas que gritan y vacíos que nunca se llenan. Hay que rescatar el lenguaje, darle oxígeno, devolverle su derecho a la belleza. Hay que devolverle a la cultura su urgencia, su potencia, su capacidad de incomodar y transformar.

Solo así, tal vez, podamos recordar que somos más que espectadores. Que aún tenemos el poder de nombrar el mundo y, al nombrarlo, reinventarlo.