Navidad y Año Nuevo, cuando la alegría entristece

Las fiestas llegan, y con ellas el mandato: ser felices, reír a carcajadas, brindar hasta el desborde. La tradición nos ordena y la publicidad nos adoctrina: estamos condenados a la alegría, así sea impostada. Pero la alegría, como el amor, no se deja encadenar.

Algunos temen estas fechas como quien teme al vacío.

Los psiquiatras los conocen: son los que, incapaces de encajar en el carnaval colectivo, despiden el año en compañía de su soledad. Mientras las luces parpadean y las copas tintinean, ellos miran hacia adentro y descorchan, no champán, sino frustraciones largamente acumuladas. El calendario les promete un nuevo comienzo, pero la vida, testaruda, les devuelve lo mismo de siempre.

La noche del 31 es un campo de batalla.

En cada esquina, se libra una guerra contra el silencio, porque el silencio, en estas fechas, grita. Socialmente, se exige que nadie quede fuera del festín: la juventud debe bailar, las familias deben reunirse. Quien no cumpla este ritual es mirado con pena o desdén, como si la felicidad viniera envuelta en papel brillante y no fuera, en el fondo, un espejismo que no siempre se alcanza. Hay quienes, para esquivar la condena de la soledad, buscan desesperadamente un lugar, una mesa, un alguien. Pero las noches señaladas cargan un peso difícil de sostener: la esperanza de que un brindis transforme la vida. Cambia el año, sí, pero la realidad sigue igual, como un río que fluye con la misma agua turbia.

Para algunos, estas fechas son espejos crueles.

Los días festivos les muestran lo que no tienen, lo que han perdido, lo que no han logrado. Y así, las risas ajenas se convierten en ecos que duelen. Quizá, entonces, la verdadera celebración no sea la que impone el calendario, sino la que se encuentra en las pequeñas luces de cada día: un abrazo, una palabra, un café compartido. Que la alegría no se grite: que se susurre. Que no sea una obligación: que sea un hallazgo. Y al final, que no importe tanto cómo empieza o termina el año, sino cómo palpita, entre sombras y fulgores, el corazón.