Las verdades incómodas tienen mala fama
Son necesarias.
Nos raspan, nos despiertan, nos sacan del refugio tibio de lo que queremos creer. Como el trueno que anuncia la tormenta, como la espina que punza en la carne, lo incómodo duele, pero sana.
Porque si solo dijéramos lo esperado, lo correcto, lo bonito, ¿qué sería de la verdad? ¿Qué sería de la libertad?
Las verdades incómodas no piden permiso.
Se instalan en nuestras costillas, nos obligan a mirar donde no queremos. Son el espejo sucio que devuelve un reflejo que evitamos. Pero allí, en ese espejo, también está la semilla del cambio. Porque solo cuando vemos las grietas, podemos repararlas.
Solo cuando aceptamos la herida, podemos empezar a sanar.
La historia les debe su sangre y su tinta. Fueron las verdades incómodas las que quemaron tronos y rompieron cadenas. Fueron ellas, siempre ellas, las que susurraron en los oídos de los inconformes, de los valientes, de los que soñaron un mundo diferente.
Por eso, aunque asusten, aunque duelan, son un regalo.
Las verdades incómodas no buscan agradar; buscan liberarse. Nos despiertan, nos sacuden, y al final, nos hacen más humanos.