¿Intolerante o irascible?
A veces, las emociones se nos adhieren como etiquetas, y nos vemos atrapados en ellas sin recordar que todo sentimiento tiene un origen, un contexto. Una reacción natural frente a la ofensa.
Hay algo que ocurre en el aire, invisible pero denso, que nos empuja a reaccionar.
Es el malestar de sentirnos incomprendidos, malinterpretados, reducidos a una palabra ajena. Y esa palabra, esa etiqueta, nos duele porque no somos lo que dice de nosotros. La intolerancia, la irritabilidad, no nacen de la esencia de una persona, sino que son respuestas ante el mundo que nos atraviesa.
Nadie es pura irritabilidad ni intolerancia.
Son apenas ecos de lo que nos rodea, las grietas por donde se cuela el maltrato del silencio, la indiferencia, la falta de mirada. Las emociones, todas ellas, son nuestras, pero también son hijas del contexto en el que vivimos, del espejo deformante de las actitudes ajenas.
Es fácil etiquetar.
Es más fácil ponerle un nombre a lo que no comprendemos que detenernos a mirar, a escuchar. Y cuando alguien nos define sin entender el trasfondo, la frustración se multiplica, la incomodidad se agranda. Nos sentimos atrapados, incompletos, reducidos a lo que otros han dicho sobre nosotros. Como si un gesto malinterpretado pudiera definirse en una sola palabra: «intolerante», «irascible», «problemático».
Y así, nos convertimos en esa palabra, hasta que volvemos a recordar que somos más, que no somos la etiqueta que quieren ponernos.
Las palabras tienen un poder inmenso; pueden acariciar el alma, brindando consuelo, alegría y apoyo, pero también pueden herir profundamente, dejando cicatrices invisibles en el corazón y la mente. Las palabras que acarician son aquellas que se pronuncian con amor, comprensión y empatía, capaces de levantar el ánimo y sanar heridas emocionales. En cambio, las palabras que lastiman suelen ser impulsivas, cargadas de ira o desprecio, y su impacto es duradero, aunque muchas veces las cicatrices no se vean incluso a simple vista.