El ego es una jaula dorada

Nos encierra entre espejos que repiten nuestro nombre hasta el cansancio, que nos susurran: «Eres único, eres especial, eres más que los demás.» Pero esas palabras son cadenas suaves, y la jaula, aunque reluzca, no deja de ser cárcel.

¿Es posible abrir la jaula?

No del todo, porque el ego es parte de nuestra sombra y nuestra luz. Vive en nuestras ganas de ser alguien, en el miedo al olvido. Pero sí se puede domar. Aprender a caminar al lado de él, no bajo su látigo.

¿Cómo? Con humildad

Mirando a los ojos del otro y recordando que, aunque nuestras historias son únicas, somos parte de un mismo río. Con gratitud, que es un arte perdido: agradecer lo pequeño, lo invisible, lo que no pide aplausos. Con la certeza de que lo importante no se grita, se vive.

El ego teme al silencio, porque en el silencio no hay aplausos, no hay trofeos

Pero ahí, en el centro de ese vacío, es donde encontramos lo que somos sin disfraces, sin etiquetas, sin las mentiras dulces del «yo». Ahí estamos todos: desnudos, frágiles, hermosos. Y entonces entendemos. El ego no se destruye, pero tampoco nos destruye si aprendemos a hacerlo bailar al ritmo de la vida, pero siendo nosotros los que ponemos la música.

Es una sombra más en este teatro de luces que llamamos existir.