La responsabilidad compartida en la infidelidad
La infidelidad es un viaje antiguo, tan viejo como los primeros amores, tan humano como los primeros silencios.
No es solo la sombra de un cuerpo ajeno bajo las sábanas compartidas. Es la grieta en el alma que ambos, ella y él, han dejado crecer. Se dice traición, pero ¿qué pasa cuando ambos han permitido que el fuego se apague? La traición, entonces, no es una simple ruptura, es el eco de lo que no se dijo, de lo que se perdió entre las rutinas, las ausencias, los abrazos vacíos.
Ella y él, los dos, caminando en círculos alrededor de un vacío que, quizás, ambos cavaron sin saber. Él, buscando sentirse visto; ella, añorando ser escuchada. O tal vez al revés. Ambos con hambre de algo que no encuentran en los rincones del hogar que compartieron, buscando afuera lo que se desvaneció adentro.
La infidelidad no siempre tiene un solo culpable.
A menudo, los vacíos son compartidos, y lo que duele no es tanto el cuerpo ajeno, sino la sensación de que, en algún momento, dejaron de mirarse, dejaron de hablarse. Ambos permitieron que la distancia se instalara entre ellos, sin luchar, sin preguntar por qué.
¿Quién es el traidor entonces? ¿Ella, por buscar fuera lo que se sintió perdido? ¿Él, por no ver las señales?
La responsabilidad de la infidelidad se entrelaza, como un lazo invisible que los une en su separación. No se trata de justificar el desliz, sino de entender que, muchas veces, es el grito desesperado de dos almas que, sin saberlo, se dejaron de lado. La infidelidad es el recordatorio de que somos incompletos.
Siempre buscando, siempre queriendo más. Porque, al final, somos deseo. Y en ese anhelo infinito, a veces, nos perdemos de lo que ya teníamos.