Quienes eligen vivir bien no pueden hacerlo en soledad
Viven a través de los otros, en los ecos que dejan tras de sí, como huellas que el tiempo no borra. La vida no se mide en monedas, ni en bienes acumulados. Se mide en la marca invisible que dejamos en quienes nos rodean, en los corazones que tocamos sin saberlo.
Los que se atreven a ser felices no llevan solo su propia carga; llevan también el peso de las sonrisas ajenas, de aquellos que aún no han aprendido a sonreír. Porque la felicidad no es un bien privado, no es un tesoro escondido en un cofre cerrado con llave.
La felicidad es un fuego, pero no de esos que se consumen en sí mismos, sino uno que crece, uno que solo puede mantenerse encendido si se reparte.
Los que viven bien, los que viven de verdad, saben que no hay placer en el aislamiento, que la dicha se marchita si no encuentra una mano que la sostenga. Porque la vida, en su sentido más profundo, no es un viaje en solitario. Es un entrelazamiento de destinos, una trama en la que cada hilo, por débil que parece, sostiene al otro. Y en ese entramado, quien ríe con el corazón abierto contagia su risa a los demás, como un eco que se repite.
Así, los que deciden ser felices se convierten en los sembradores de esperanza.
En los guardianes de un fuego que, cuanto más se comparte, más crece. Porque la verdadera riqueza no está en lo que se guarda, sino en lo que se da. Y quien se atreve a vivir bien lo sabe: solo vive bien quien logra hacer que otros sean felices.