La incertidumbre y la esperanza en tiempos de cambio climático
Vivo en un mundo donde el cielo ya no es un refugio, sino una advertencia. Las estaciones, antaño amigas predecibles, ahora son visitantes impredecibles que llegan cargadas de furia o ausencias. El cambio climático ya no es un fantasma del futuro, sino una sombra que camina a nuestro lado, se cuela en nuestras conversaciones, y nos recuerda que el mañana es una promesa rota.
A veces, cuando el calor se aferra a la piel como un manto pesado, me asalta la angustia.
Me pregunto qué quedará de los paisajes que me vieron crecer, de los ríos que aprendí a amar, de los inviernos que fueron cómplices de mis sueños. ¿Qué será de nosotros cuando la tierra deje de reconocer nuestras huellas? La incertidumbre se convierte en un compañero constante, y la ansiedad, en una sombra que no se desvanece con la luz del día.
Pero en medio de este desasosiego, descubro que la esperanza también florece, incluso en los terrenos más áridos.
Porque aunque el viento sople fuerte y las tormentas amenacen con arrasar, aún hay manos que plantan árboles, aún hay voces que se alzan, aún hay corazones que no se rinden. Y esa pequeña llama, esa chispa de humanidad que se resiste a extinguirse, es lo que me sostiene.
He visto a la gente unirse como nunca antes, enfrentando la tormenta con las armas de la solidaridad y la conciencia.
He visto a comunidades que resisten, que construyen desde los escombros, que se atreven a soñar con un mundo en el que el sol no sea un verdugo, sino un aliado. En cada gesto de cuidado, en cada acto de rebeldía contra la destrucción, encuentro motivos para creer que, aunque el futuro sea incierto, no está escrito en piedra.
Es cierto, el miedo nos acompaña, pero también lo hace la esperanza.
Y en esa tensión, en esa lucha silenciosa entre la desesperanza y la fe, es donde encuentro la fuerza para seguir adelante. Porque, al final, lo que está en juego no es solo el planeta, sino la dignidad de la vida misma, la posibilidad de que podamos, algún día, vivir en un mundo donde la naturaleza no sea nuestra enemiga, sino nuestra compañera.
Y en ese futuro incierto, me aferro a la convicción de que, aunque los tiempos sean oscuros, la humanidad tiene en sus manos la capacidad de sembrar la luz.