Ser artesanos de la alegría ajena
No hay alegría más honda que la que nace en silencio. Como esas raíces que se hunden en la tierra, cuando sabemos que hemos sido, sin darnos cuenta, los culpables de la felicidad de otro ser humano. Sin alardes ni fanfarrias, solo el susurro de un gesto, una palabra, que de repente se convierte en chispa y enciende una sonrisa en el rostro ajeno. Una sonrisa que, aunque efímera, tiene el peso de lo eterno.
Porque al final, somos hilos en un tejido que no vemos, pero que nos envuelve.
Un tejido que va más allá de lo visible, que vibra con cada palabra, con cada mirada. No siempre sabemos el tamaño de la pieza que nos toca, pero a veces, sin saberlo, iluminamos un rincón oscuro en la vida de otro. Entonces entendemos, aunque sea por un instante, que no estamos tan solos, que nuestro pequeño destello puede ser faro en medio de la noche más cerrada.
En ese cruce de caminos, en ese roce de vidas que se encuentran y se pierden, dejamos migas de pan que otros recogen. A veces, esos gestos tan pequeños que parecen insignificantes se convierten en bálsamos que sanan heridas invisibles. Y allí, en ese dar sin esperar, en ese entregar sin pedir, descubrimos que el tesoro más grande no es el que guardamos, sino el que dejamos en los demás.
Y es que, en un mundo que se deshace a diario por la prisa y el ruido, encontrar la felicidad en la dicha ajena es casi un acto de rebeldía.
Una manera de decir que aún creemos en lo humano, que aún hay esperanza en este mundo que a veces parece tan roto. Porque al final, lo que nos salva, lo que nos sostiene, es eso: la certeza de que podemos ser, aunque sea por un momento, artesanos de la alegría ajena.