Decisiónes liberadoras

Siempre hay un momento en la vida en el que sentimos una urgencia ineludible, una pulsión casi animal de romper con lo conocido, de escapar del abrazo asfixiante de la rutina y de partir en busca de otros mares, horizontes más amplios y desconocidos. Esa necesidad de irse, de dejar atrás las cadenas que nos atan a un pasado que ya no nos pertenece, surge del deseo profundo de crecer, de explorar y de conquistar un destino que sabemos que no encontraremos si nos quedamos.

Irse es una decisión que implica sacrificios.

No es un acto de frialdad, sino de amor propio y de entendimiento de que la libertad no es algo que se nos da, sino algo que debemos conquistar. A veces, nuestras raíces pueden convertirse en cadenas, y por más profundas que sean, hay un momento en el que debemos aprender a cortarlas para poder volar hacia nuestros sueños. El acto de partir, de dejar atrás un mundo demasiado pequeño para nuestros anhelos, es doloroso. Pero en esa decisión también hay una liberación profunda. Liberarse del peso de la nostalgia, de las viejas costumbres, es esencial para evitar que el fuego de nuestros sueños se extinga antes de arder plenamente.

Al tomar la decisión de irnos, no solo nos alejamos de un lugar, sino también de la versión de nosotros mismos que estaba atrapada en ese lugar. No miramos atrás porque sabemos que el pasado, con todo su peso, podría frenarnos. Nos empujamos hacia lo desconocido, hacia un futuro lleno de posibilidades que aún no hemos explorado. Partir implica un sacrificio que solo quienes han sentido esa necesidad de más, de mejor, pueden comprender. Es dejar atrás lo que conocemos, arriesgar lo seguro por la promesa de algo más grande, algo que aún no tiene forma pero que sabemos que está ahí, esperando ser descubierto.

Muchos de nosotros hemos sentido ese viento de la necesidad, ese impulso de dejar atrás una vida que ya no nos sirve.

No lo hacemos solo por las alegrías que buscamos, sino también para sanar las heridas, para encontrar respuestas a las preguntas que nos han acompañado desde la juventud. Sabemos que, en ese lugar, con su peso de pasado, nuestras aspiraciones habrían muerto antes de nacer. Cuando volvemos a esos lugares que dejamos atrás, encontramos que todo sigue igual. Las personas, las calles, los recuerdos permanecen congelados en el tiempo. Pero nosotros ya no somos los mismos.

Hemos cambiado, hemos crecido. Ni mejores ni peores, simplemente distintos.