Diario de viaje: La bondad no tiene límites
El sol ardía sobre Pretoria, tanto que modificaba la fisonomía de la ciudad sudafricana. Yo estaba a punto de encontrarme con un cliente importante para mi negocio y por eso caminaba rápido, pensando y sin ver. Sin embargo, algo desvió mi atención rápido como un calambre: un niño pequeño.
No pasaba de los ocho años, delgado como un fideo, desaliñado y descalzo.
Sus ojos grandes y melancólicos me miraban, y la intensidad de su parpadeo hizo que algo se agitara en mi interior. Saqué mi billetera y le entregué unas monedas, lo que se me ocurrió en el momento. Su rostro se iluminó con una sorpresa que pronto se transformó en gratitud. Me conmovió profundamente su reacción y me sentí avergonzado por su pobreza.
El pequeño corrió hacia una tienda cercana y volvió con un trozo de pan y una fruta.
Comenzó a comer con avidez y mientras lo miraba experimenté una profunda satisfacción: ese gesto mío, mecánico en realidad, había marcado una gran diferencia en su vida. El chico me sonrió y con una mano llena de migas de pan tomó un pedazo de fruta y se lo ofreció a otro niño aún más pequeño que lo miraba con ojos ansiosos.
Quedé sin palabras, inmóvil bajo el sol lacerante.
Y comprendí que la bondad no tiene límites ni condiciones. No importa lo difícil que sea la situación, siempre hay espacio para un pequeño gesto que puede cambiar el día de otro. Mientras caminaba a mi cita, pensé en que la bondad y la generosidad son semillas que pueden florecer en cualquier lugar. Un simple acto puede marcar una gran diferencia en la vida de alguien y no debemos subestimar el poder de la compasión.
Después de aquel encuentro en Pretoria, reflexioné sobre la fragilidad y la fortaleza que habitan en cada uno de nosotros.
La imagen del niño compartiendo su escaso alimento resonaba en mi mente, recordándome la capacidad innata del ser humano para la empatía y la solidaridad, incluso en medio de la adversidad.