Es fácil ser ateo en la ciudad
En la fría penumbra de los páramos abandonados, donde el viento silba entre los muros vacíos y las calles desoladas, se gesta una realidad ajena a la opulencia urbana.
Es fácil descorrer el velo de la fe en las bulliciosas urbes, donde la oferta de distracciones y soluciones parece infinita. Pero en los confines olvidados del país, en las provincias olvidadas por el tiempo y la emigración masiva, la necesidad de lo divino se vuelve palpable.
Aquí, donde la soledad se cierne como un manto oscuro sobre los corazones cansados, las iglesias no son meros edificios de piedra, sino refugios de esperanza en un mar de desesperación.
Cuando la enfermedad golpea y los recursos escasean, cuando el dolor se convierte en el único compañero de la noche, es hacia lo trascendental que se vuelven los rostros agrietados por la adversidad.
En estos confines olvidados por la mano del progreso, la fe no es una opción, sino una necesidad vital.
Es en los altares humildes, entre rezos susurrados y lágrimas silenciosas, donde se buscan respuestas a interrogantes sin voz, donde se deposita la confianza en un ser superior que parece comprender el lamento más profundo del alma.
Aquí, en la tierra de la desolación, el eco de las súplicas resuena con más fuerza que en las calles bulliciosas de la metrópolis. Porque donde escasean las palabras de consuelo y las manos amigas, donde la oscuridad amenaza con devorar la última chispa de esperanza, es donde la fe se erige como la última fortaleza contra el naufragio del espíritu humano.
Así, en este escenario desolado y despojado, los templos no son solo lugares de culto, sino bastiones de solidaridad y consuelo en medio de la desolación. Es fácil ser ateo en la ciudad, pero en las tierras baldías de la desesperanza, la fe se convierte en el último salvavidas en un océano de desolación.
Allí, y doy fe, cuando a alguien necesita ayuda, el primer convocado es Dios. Allí se va a la iglesia a pedir o agradecer.
Allí hay pocos ateos y mucha gente necesitada de dios.