La danza eterna de la memoria y el olvido
La memoria, ese vínculo intangible que entreteje los hilos de nuestro pasado y nos susurra los secretos de nuestros recuerdos más preciados. Es el guardián de nuestras emociones, el fiel compañero que graba en las paredes de nuestra mente cada instante, cada suspiro, cada sonrisa compartida.
Pero ¿qué sería de nosotros si la memoria no tuviera el poder de borrar? Si cada detalle, cada momento, se aferrara a nosotros como enredaderas implacables, ¿no sería un peso demasiado grande para llevar?
A veces, pienso en aquellos que son prisioneros de una memoria que no descansa, que no sabe discernir entre lo esencial y lo trivial. ¿Cómo deben de ser sus días, atrapados en un laberinto de recuerdos, incapaces de liberarse del peso del pasado? Su vida, envuelta en una neblina densa de remembranzas, debe de ser un constante desafío, una batalla contra la sombra de lo que fue y lo que pudo haber sido.
Por eso, el olvido se erige como un ángel guardián de la memoria, una bendición envuelta en el manto de la nostalgia. Es el acto de clemencia que nos permite seguir adelante, dejar atrás aquello que ya no nos pertenece, abrir las alas hacia el horizonte de lo nuevo.
Así, en el tejido delicado de nuestra existencia, la memoria y el olvido entrelazan sus manos en una danza eterna. Porque, al final del día, somos quienes somos no solo por lo que recordamos, sino también por aquello que decidimos dejar ir.