Cuento: “Las mentiras no desaparecen”
Había una vez en el pintoresco pueblo de Las Flores, en la provincia de Buenos Aires, una historia de amor que, como todas las historias, tenía sus giros inesperados y sus lecciones que enseñar.
Todo comenzó cuando un veterinario, más experimentado que el mismísimo campo argentino, se enamoró perdidamente de una joven y radiante mujer. Ahí, en ese rincón del mundo, el amor no conocía de edades, pero sí de pequeñas mentiras que, como conejos traviesos, salen de la chistera en los momentos menos indicados.
El veterinario, con sus canas al viento y sus años acumulados como medallas, decidió declarar su amor a la joven, sin revelar un pequeño detalle: la brecha generacional que los separaba era más grande que el charco del invierno. Y así, entre susurros de amor y promesas de eternidad, llegaron al fatídico día de la pedida de mano.
Con astucia y algo de descaro, el veterinario engañó al padre de la joven, y probablemente a un par de estrellas despistadas en el cielo, sobre su verdadera edad. Y así, con la bendición paterna en el bolsillo y la ilusión en el corazón, se embarcaron en el barco del matrimonio.
Pero como dice el refrán, «a la mentira, tarde o temprano, se le caen los dientes». Y nuestro veterinario, inquieto como un gato en una habitación llena de ratones, no podía quitarse de la cabeza la idea de que su farsa saliera a la luz.
Fue entonces, en una noche fría y más oscura que el alma de un ladrón, que, junto a unos compinches de moral distraída, decidieron encender la mecha de sus problemas y prender fuego al registro civil local. Entre risas nerviosas y destellos de llamas, vieron cómo se desvanecían los registros de nacimiento que los atormentaban.
El incendio fue un éxito total, tanto que podrían haber hecho un curso de pirómanos profesionales. Con un nuevo documento en la mano y la conciencia algo chamuscada, el veterinario y su amada joven contrajeron matrimonio.
Los años pasaron como hojas llevadas por el viento, y la familia creció con dos hermosos hijos. Pero como el destino es un bromista incorregible, un día, en un encuentro casual con un amigo argentino en España, la verdad salió a la luz como un conejo asustado de su madriguera.
La joven esposa, con los ojos como platos y el ceño fruncido, comparó al amigo con su esposo y soltó la verdad como un trueno en una noche estrellada: «¡No puede ser! ¡Vos pareces más viejo que él, pero con muchas más arrugas!».
Un silencio pesado se cernió sobre la mesa, interrumpido solo por el tintineo incómodo de los cubiertos. La verdad, siempre tan terca, había salido a relucir como un faro en medio de la noche. Y así, entre suspiros y miradas esquivas, el matrimonio se vio enfrentando las consecuencias de sus acciones.
Dicen que, desde entonces, en Las Flores, se cuenta esta historia como un recordatorio de que, al final del día, la verdad siempre triunfa, aunque a veces lo haga a costa de un par de arrugas adicionales y un incendio accidental. Y que, en cuestiones del corazón, es mejor jugar limpio desde el principio, porque las mentiras, tarde o temprano, siempre encuentran su camino de regreso.