La Toscana: desde Siena, por pueblitos llenos de vino e historia
El trigo verde es un mar quieto de espigas regulares, las amapolas insisten en multiplicarse más allá de los prados y las vides están pletóricas.
Viñedos llenos, bodegas vacías: es la ecuación de mayo, el mejor momento. Las ramas de los olivos resplandecen de gris plateado y los cipreses, agujas altivas que despuntan por encima de todas las cosas, trazan fronteras arbitrarias por voluntad de los hombres en hileras sin fin. Sin ciprés no hay Toscana.Ubicada en el centro de Italia y volcada hacia el oeste, la región presume -y con motivo- de ser el corazón de la península. La capital es Florencia, eterna rival de Siena, una de sus provincias más notables. Siena también es la ciudad cabecera, la del Palio y del orgullo sienés; la de la catedral erigida en mármol blanco y negro, y la del mercado de todos los miércoles, homenaje al comercio original a cielo abierto.
Extramuros, se suceden poblaciones que en su tiempo también debieron ser fortificadas. Hay una cultura del vino que fermenta hace siglos en estos territorios; la uva Sangiovese da vinos emblemáticos en Chianti; Montepulciano es la patria del muy tradicional Nobile, y en Montalcino se gesta esa perlita única llamada Brunello, tinto delicado y franco que le da lustre a Siena y a la Toscana toda.Cortona, Arezzo, Pienza, Cetona, Lucignano, San Gusme’ son las paradas para abrazar cultura e historia en un puñado de días transitando por bellísimos caminos rurales, con base en un country relais de estirpe medieval y estratégica ubicación en las afueras de Siena.
Siena, la ciudad del Palio
Sucede cada 2 de julio desde hace cuatro siglos, y en los últimos años, alentada por la demanda del turismo internacional, la Comuna de Siena estableció una segunda celebración del Palio: el 16 de agosto. Caigan cuando caigan, ambas fechas son inamovibles. Entrar a la Piazza del Campo es gratis, pero ser parte de la masa humana -más de 30.000 almas bajo un sol de justicia- que se congrega en tan reducida ágora, implica llegar al alba para intentar asegurarse un lugar improbable en las primeras filas. Los balcones de los edificios circundantes son los mejores miradores; los propietarios de los pisos suelen alquilarlos a cifras de tres dígitos (por persona) y deben reservarse con mucha antelación.
Mejor ir a Siena en otro momento del año, instalarse en la terraza de La Speranza e intentar imaginarse esa minucia de plaza, empedrada e irregular, que tiende a deprimirse hacia el centro, con ese número de personas cuando, a simple vista, se diría que podrían caber, muy apretados, apenas el diez por ciento. Y sin embargo… El festejo completo dura un par de horas y la carrera, menos de dos minutos. En ese breve lapso, caballos y jinetes se juegan la victoria en una disputa feroz, sensacional y dramática; el grueso de la gente apiñada en la Piazza del Campo no llega a ver lo que sucede, pero podrán contar que estuvieron allí, friéndose los sesos y sintiéndose parte de esa colorida, explosiva fiesta medieval.
La leyenda subraya que fueron Asquio y Senio -hijos de Remo, cofundador de Roma- los que cimentaron el origen de Siena, de ahí que el emblema de la ciudad sea la loba amamantando al tío y al padre de los susodichos. La historia, en cambio, apunta a los principios etruscos (400 a.C.), más tarde a su condición de irrelevante colonia romana bajo el dominio del emperador Augusto, a su cristianización a partir del siglo IV y a una prosperidad comercial que le llegó recién con los lombardos.
En 1115, Siena se aplicaba a la autogestión; fue prestamista y comerció con lana. Medio siglo y dos años más tarde se declaró independiente del control episcopal, y para 1179 se regía con una constitución propia. Fue en este período que cobró el aspecto con que hoy la conocemos. Los trabajos de la catedral se iniciaron en 1229 y se completaron al final del siglo; el domo quedó listo en 1263 y el campanario, con 77 metros de altura, en 1313.
Es magnífica, a rayas de mármol blanco y negro y negro verdoso, materiales presentes hasta en los pisos y ante los que el viajero queda boquiabierto viendo, a sus pies, las escenas del cristianismo con que fueron ilustrados. No es lo único: en el hall adyacente se exponen obras maestras de Duccio di Buoninsegna, de los Lorenzetti, de Donatello, Michelangelo, Bernini y otros grandes artistas de la época.El siglo XIII fue espléndido para Siena, pero su gran enemiga, la vecina Florencia, no le dio tregua. Aún hoy, Siena se da el lujo de ignorar el dominio que los Medici ejercieron: el escudo de esta poderosa familia que sostuvo su linaje a lo largo de 400 años, ocupa un amplio espacio en el frente de la muralla que rodea la ciudad. Pero para sus habitantes, ese escudo no existe.
Hacia Cortona y Arezzo
La primera es fronteriza, erigida a 600 metros de altura entre la Toscana y Umbría, sobre un contrafuerte del monte San Egidio. Abajo, el santuario de Santa Margherita y un pueblo, Camuscia. La vista se distrae en el amplio y fértil Val de Chiana hasta donde se perfila el espejo del lago Trasimeno.Cortona, que entre otros avatares fue vendida a los florentinos en el 1411 por el rey de Nápoles, renació en las guías turísticas gracias a la película Un amor en Toscana. Desde entonces los americanos del norte llegan a montones para arrimarse a sus muros antiguos, pispear en los atractivos negocios que jalonan la vía principal, y vagar por en el dédalo de sus vicoli seculares, esas callecitas angostas que se abren como cuevas en la piedra natural y trepan, empinadas, entre la Via Maffei y la Via Nazionale. Sobre todo, vienen muchas parejas estadounidenses a casarse y hay empresas locales que brindan ese servicio en particular.
Hacia el norte, el camino conduce a Arezzo. La calle principal -Corso Italia- es inesperadamente ancha y provoca una reparadora sensación de liviandad; desde esta calle se accede a la de los bellísimos anticuarios y, siguiéndola, se llega hasta la plaza flanqueada por el impresionante Porticato di Vasari, inmensa recova. Aquí -atención al dato- se lleva a cabo el Palio del Sarracino; nada que ver con el de Siena, aunque tiene su dramatismo también.
En una esquina del Porticato plantan un muñeco (el sarracino, representación del invasor venido del este) sobre una estructura que le permite rotar sobre su eje; este muñeco tiene un brazo estirado y la mano sostiene una bola de hierro. El desafío de voltearlo sin perecer en el intento implica que el caballero de turno avance al galope y le atice una estocada, pero el muñeco gira sobre sí mismo revoleando esa bola y, si el jinete se descuida, sale despedido del caballo de un severo golpe. La fiesta se repite cada tercer sábado de junio y el primer domingo de septiembre.
Pero el verdadero tesoro de Arezzo hay que buscarlo en la Capilla Mayor de la Basílica de San Francisco, donde resisten el paso del tiempo los magníficos frescos de Piero de la Francesca (1416-1492), oriundo de Sansepolcro y llevado a Arezzo por Luigi Bacci, miembro de la más poderosa familia aretina. Sufrieron abandono de décadas estas paredes plagadas de arte, y lo que quedó en sus paredes ahí está para ser visto, la delicadeza de los trazos y la luminosidad de las figuras con que este artista ilustró la leyenda de la Vera Cruz. Antecede este entrevero de mitologías cristianas la grandiosa imagen del Cristo de Cimabue, de efectos absolutamente hipnóticos.Anexada en su tiempo al gran ducado de los Medici, los resultados de ese amparo cultural perviven hasta en la excelente calidad de sus helados, grandioso invento de las cocinas de la corte medicea.
Pienza, Cetona y Lucignano
Rumbo a Pienza, el camino traza un recorrido por la campiña toscana que es pura placidez de bosques y cultivares y va hilvanando pueblos. Hay uno que es monárquico (el único, dicen), se llama Asciano y resiste entre los municipios comunistas de la región. A él se llega después de cruzar un puente romano, entre huertas y viñedos. Le siguen San Giovanni d’ Asso, sede del Museo del Tartufo (porque ésta es zona de trufas, y de la preciadísima negra, nada menos), Montisi y Castelmuzio. Casi llegando a destino, el pueblo de Montepulciano domina desde las alturas.
A la vera del camino se reiteran las ofertas de vinos, aceites de oliva y embutidos locales, tentaciones que cuesta mucho eludir.Pienza es la materialización de un proyecto del papa sienés Pio II, aquí nacido como Enea Silvio Piccolomini en 1405. A trasmano de todas las vías de comunicación, como un olvido en la inmensidad del valle, el pequeño burgo fue degradando hasta que Su Excelencia -de vuelta al pago 53 años después- decidió reivindicar su cuna. La tarea recayó en el arquitecto Bernardo Rossellino, y así fue como sobre el antiguo burgo hizo florecer una armoniosa -costosísima- villa, elocuente muestra arquitectónica de su tiempo que llenó de gozo al mecenas.
La belleza de su centro histórico renacentista reúne varios edificios: a la plaza Pío II dan la catedral, los palacios Comunale (municipalidad), Piccolomini y Vescovile (obispal), y a pocos metros, el Ammannati; la iglesia de San Francisco y el Museo Diocesano completan este conjunto que, desde 1996, integra el patrimonio natural, artístico y cultural de la Unesco. Esta protección se extendió, en 2004, a todo el Val d’ Orcia, al que se asoman los visitantes que van transitando por la sinuosa calle de los Muros, grandioso mirador periférico de la cara norte del pueblo.En el valle pastan ovejas y el formagio pecorino que se elabora con su leche es un preciado ícono de la economía de Pienza; la oferta de este delicioso producto en sus múltiples variantes colma los negocios y boutiques especializadas a lo largo de la calle principal.
Cetona es un paréntesis un poco más al sur, hacia el límite con Umbría. De la calma existencial reinante sacan partido algunos ricos y famosos que tienen aquí sus villas, y dan fe los asiduos a la vasta plaza rectangular, gente mayor con los días llenos de horas libres que se junta, charla de a ratos y calla largo. Cae algún forastero y la conversación se anima. Detrás de ellos, en la pared, se estamparon los nombres de los muertos que el pueblo tuvo en las dos guerras mundiales. Al otro lado de la plaza, la iglesia de San Miguel Arcángel atesora una curiosa representación del santo que, espada en mano, pisa la cabeza del demonio vencido y éste es lo más parecido al hombre araña.El suelo de Cetona está, en partes, empedrado de mármol travertino, detalle que salta a la vista cuando se van subiendo sus empinadas callejuelas para llegar hasta la iglesia de la Santísima Trinidad, tan austera como la otra, pero sin personaje de historieta.
Por la autopista (A-1) que va de Roma a Firenze, se llega a Lucignano, pueblo oblongo todo de piedra que se fue modelando alrededor una plaza también oblonga. En tan atractiva villa que se resguarda a más de 400 metros de altitud, se distingue el carácter urbanístico impuesto por los Medici a mediados del 1.500. Su nombre rememora el de sus fundadores, la familia romana de los Licinia; se especula que pudo haber sido una comuna o población libre, y que sus territorios eran controlados por la Curia entre los siglos XI y XIII. Durante los siguientes cien años se sucederían las intervenciones de Siena y Florencia, de Arezzo y Perugia.El último domingo de mayo tiene lugar la Maggiolata, festejo que saca a relucir los carros de los campesinos engalanados con flores, tomando las formas más diversas y complejas para competir en sana armonía y reconocerse en el jolgorio de la música y los manduques.
San Gusme’
A 15 km de Siena aparece este reducto medieval que se asienta sobre una colina a 461 metros de altitud, y a la que cubren los viñedos de uvas Sangiovese, alma y cuerpo del Chianti. La villa, minúscula, se ampara tras sus muros circulares, con una iglesia parroquial dedicada a los santos Cosme y Damián y la de la Santissima Annunziata, del típico campanil.Una despejada plaza Castello en la que se dan conciertos en verano, el ancestral culto a la viña y a los olivares, un pasado generoso en incertidumbres políticas que incluye saqueos e incendio del pueblo todo (lo habitual en los siglos XII, XIII y XIV) construyen la historia de San Gusme’ en el que tejen sus utopías cotidianas menos de 300 habitantes.
Cimientos medievales
El castillo ya existía en el 1200. Fue una de las tantas fortificaciones de Siena, hasta que los florentinos lograron someterla después de la desolación que provocó la peste negra de 1347. Laticastelli llegó a ser un miniburgo en el que vivieron unas 400 personas; pero las tierras se vendieron y el caserío cayó en desgracia, hasta que a principios del siglo XXI lo que de él quedaba fue comprado y restaurado. Las vistas ( lati) que del castillo se tienen, ameritaban la inversión. Y el miniburgo volvió a la vida como country relais.El plan es imbatible: anclar en Laticastelli y dedicarse a andar de pueblo en pueblo, de iglesia en palacio, de plaza en monumento sabiendo que, al final del día, esperan la quietud de una casa de campo soñada, el sol irradiando sus últimos fulgores entre las copas agudas de los cipreses, el recibimiento cordialísimo de los anfitriones y del personal que los secunda, la franqueza de una cocina toscana que no tiene precio.Es el preludio más dulce del descanso a pata suelta, ausente de ruidos y bullicio de turistas, lleno de toda la serenidad que la noche y sus horas pueden brindar hasta la mañana siguiente, cuando el mundo se despereza con el trinar de los pájaros. Y vuelta a empezar.
Cinco siglos de Leonardo
El 2 de mayo se cumplen 500 años de la muerte de Leonardo da Vinci, hijo pródigo de la Toscana desde que llegó a este mundo el 15 de abril de 1452, en Anchiano -municipio de Vinci, a tres kilómetros de Florencia- y del que partió en 1519. La ciudad florentina rinde tributo al genio de Leonardo a través del museo homónimo, a 200 metros de la catedral, dedicado a su obra pictórica.En Anchiano es posible visitar su casa natal, inmersa en una realidad que, hoy como ayer, permanece fiel a su esencia rural dedicada al cultivo de la vid y el olivo. Vinci también homenajea a este personaje del Renacimiento italiano a través de: (1) El Museo Leonardiano, con sede en la Palazzina Uzielli y en el Castello del Conti Guidi, donde se muestra la faceta de ingeniero y arquitecto en el marco histórico-tecnológico renacentista. (2) La Biblioteca Leonardina, centro de estudios donde se conserva el facsímil de todos los manuscritos y dibujos de Leonardo, y su obra literaria. Y (3), elMuseo Ideale Leonardo da Vinci.
Por: Rossana Acquasanta
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/lifestyle/la-toscana-siena-pueblitos-llenos-vino-historia-nid2235212