El mundo gira, pero no en paz

Sus latidos resuenan como disparos, y la economía de la guerra no descansa. Hay quienes han hecho de la muerte un negocio tan rentable como infinito. Las balas no tienen fecha de caducidad, y los misiles no preguntan nombres. En este mercado, los muertos no hablan, pero los números gritan.

Estados Unidos es el rey, el mayor vendedor de muerte del planeta

En 2023, repartió armas en más de 100 países, un desfile de aviones, tanques y bombas que no conoce fronteras. Sus clientes favoritos son Europa, Asia y Oceanía, que compran como si el futuro dependiera de ello. En un solo año, las ventas superaron los 238 mil millones de dólares. Los contratos no hablan de vidas, solo de cifras.

Rusia, antaño un titán en este negocio ha visto mermada su presencia

Las sanciones internacionales y la guerra han empujado a sus viejos aliados –India y Venezuela– a buscar otros vendedores. Pero donde uno cae, otro ocupa su lugar. Francia, con su industria militar en pleno auge, ha tomado la delantera. Sus aviones Rafale cruzan los cielos de Oriente Medio y Asia.

En este mercado no faltan participantes

Alemania, Italia, Corea del Sur e Israel también venden su arte mortífero, exportando tecnología, drones y sistemas de defensa como si fueran bienes de consumo. Cada fábrica trabaja día y noche, asegurándose de que nunca falten balas en las trincheras ni bombas.

Y así como unos venden, otros compran

Arabia Saudita, Catar y los países del Medio Oriente encabezan la lista de compradores. Allí, el petróleo paga por arsenales enteros. En Asia, Japón y Corea del Sur, temerosos de sus vecinos, adquirieron armas como quien refuerza las paredes de una casa en ruinas. Y en Europa, Ucrania, herida y furiosa, se ha convertido en el mayor comprador de armas del continente, empujado por una guerra que no tendrá ganadores.

Las cifras impresionan, pero también condenan

Solo las 100 mayores empresas armamentísticas generaron 597 mil millones de dólares en 2022. En este negocio, cada bala disparada es un dólar ganado, y cada cadáver es un número más en las cuentas de resultados. Las regiones más castigadas –Asia, Oriente Medio, África– no solo son mercados, sino también campos de batalla. Allí las guerras no son abstractas; son reales y tangibles.

Israel, pequeño pero poderoso

Se especializa en la tecnología de la guerra. Sus drones surcan los cielos, y su famosa Cúpula de Hierro protege a unos mientras otros caen. Sus exportaciones, aunque disminuidas, siguen llegando a países como India, Filipinas y Alemania.

Europa compra armas al mismo tiempo que las fabrica

Francia, Alemania y España colaboran en grandes proyectos militares, construyendo aviones y sistemas de defensa. Mientras sus discursos de paz se diluyen en el ruido de las fábricas y sus ciudadanos esperan una eternidad para acceder al servicio médico público. ¡Qué paradoja!

Pero ¿y la diplomacia?

¿No era esa la herramienta para evitar la guerra? La diplomacia existe, pero no prospera. En este mundo, la paz no se vende. La paz no genera contratos, ni acumula intereses, ni llena los bolsillos de quienes viven de la sangre. Los conflictos, en cambio, son un negocio seguro. El miedo alimenta la demanda, y la muerte. Algunos líderes prefieren las armas. Su ruido les da poder, y su uso garantiza votos o aliados. Las industrias armamentísticas empujan desde las sombras, asegurándose de que los conflictos no cesen. Y cuando la diplomacia intenta alzar la voz, se encuentra con obstáculos: desconfianza, intereses ocultos, falta de voluntad política. La paz, lenta y frágil, siempre parece llegar tarde.

Mientras tanto, las guerras continúan

Y con ellas el mercado que las alimenta. Las balas cruzan continentes, los tanques marchan y las bombas caen. En este teatro de la muerte, los actores principales son las empresas y los gobiernos, mientras los civiles –los verdaderos protagonistas– no tienen más papel que ser víctimas. El negocio de la muerte no tiene fronteras ni escrúpulos. Es un mercado global, eficiente, implacable. Los números crecen, pero las esperanzas disminuyen. Y así seguimos, viviendo en un mundo donde la paz es una excepción y la guerra es la regla, donde los sueños de un futuro sin armas se pierden entre el humo y los escombros.

Las víctimas de las guerras son los grandes olvidados

Los que no cuentan en las historias oficiales, los que no tienen nombres ni rostros, pero que son los más reales. Son los niños que nacen entre escombros, las madres que lloran a hijos perdidos, los cuerpos que caen sin que nadie se detenga a ver en ellos un rostro, una vida, una esperanza. Son los hombres y mujeres que no hacen la guerra, pero que la sufren como si fuera su destino. Las víctimas son los pueblos que son barridos, los sueños que se desvanecen en el humo de las bombas, las vidas truncadas por el hambre y la violencia, los ojos vacíos de quienes han visto todo y ya no pueden llorar.

Son los olvidados de la historia, porque su historia no tiene quien la cuente, porque su sufrimiento no se mide en victorias, sino en ruinas. Pero mientras haya vida, siempre habrá resistencia, siempre habrá memoria, siempre habrá la esperanza de que la guerra no sea la última palabra.

¿O se trata de solo una utopía?