Roma a corazón abierto

Era una de esas mañanas en las que el otoño parece cómplice de los sueños. El sol, despacio, iba subiendo sobre la eterna Roma, pintando de dorado el Panteón, como si cada rayo supiera su tarea: acariciar las piedras antiguas, susurrarles que aún queda tiempo.

Me encontré en un rincón discreto, con una taza de café entre las manos, embelesado por una calma que no era solo de afuera, sino también de adentro.

Roma, esta ciudad que tanto ha visto, no es simplemente un destino más en el catálogo de los viajeros.

Es algo más parecido a un refugio, un puente tendido entre lo que fue y lo que sigue siendo. Mientras caminaba sus calles de adoquines, sentía el peso amable de la historia sobre los hombros, pero lejos de agobiarme, era como si me susurrara: «no te apresures, todo está aquí, en cada esquina, esperando que lo veas”

No necesité lanzar una moneda en la Fontana di Trevi, porque ya sabía que volvería.

Roma no se desvanecerá de mi vida, ni yo de la suya. De alguna forma, la ciudad había dejado una huella en mí, un lazo invisible que no se rompería.

Era como un libro abierto en el que cada página contaba maravillas, desde las ruinas hasta el murmullo en las trattorias, desde el viento que se colaba por entre las columnas hasta el aroma suave de los jardines.

Comprendí entonces que Roma no era solo un lugar.

Roma era una melodía silenciosa que resonaba en mis entrañas, un eco de tiempos antiguos que seguía vivo en cada rincón. Mientras saboreaba el café, bajo el sol que parecía abrazarlo todo, supe que ya nunca me desprendería del todo de esta ciudad.

Porque Roma había encontrado la manera de instalarse en mi pecho, y ahí se quedaría, latiendo, inmutable, entre el pasado y el presente, en ese vaivén sin fin que llaman vida.