La lista de WhatsApp
A Francisco, en el barrio le decían Paco, tenía un corazón grande y una fe inquebrantable en las maravillas del mundo digital. Decía que era una puerta abierta al mundo, donde los amigos se contaban por miles, como estrellas en el cielo, y él se vanagloriaba de tener un firmamento entero en su pantalla.
En su WhatsApp, la lista de contactos era interminable. Un río caudaloso de nombres y números, rostros y palabras. Paco, con manos generosas, enviaba cada día pequeños regalos: una frase, una imagen, un saludo. Cosas simples, como el pan que se comparte en la mesa. Él imaginaba que esos mensajes daban calor a quienes los recibían, aunque en el fondo sabía que algunos los leían en silencio, y otros ni siquiera los abrían.
Un día, alguien le dijo: “Paco, ¿por qué no dejas de enviar tantos mensajes? La gente ya no escucha, están saturados de palabras que no alcanzan el alma”. Pero Paco no podía detenerse. Creía que, con cada mensaje, seguía construyendo puentes, aunque fueran de aire.
Pasó el tiempo, y un día gris, Paco se sintió vacío.
La vida, que siempre había sido generosa con él, le daba ahora la espalda. Sintió en su pecho un peso antiguo, un dolor que pedía ser compartido. Entonces, buscó en su lista infinita, en ese mar de nombres que había cultivado durante años. Buscó con desesperación una mano amiga, una voz cálida, alguien con quien pudiera hablar de esa tristeza que le mordía el corazón.
Pero la lista, esa que alguna vez le había parecido tan llena de vida, ahora era un desierto. Nombres, números, silencio. Los contactos, antes tan cercanos, ahora se revelaban como fantasmas. No había nadie, nadie que pudiera darle la conversación que necesitaba. La multitud se desvanecía, dejando a Paco solo, más solo que nunca.
Con el alma herida, Paco me llamó y nos encontramos en un café.
Allí, entre sorbos de café amargo y miradas perdidas, entendió que la multitud virtual no podía llenar el vacío de la soledad real. Que los verdaderos amigos no se cuentan en números, sino en momentos compartidos, en abrazos y miradas que no caben en una pantalla.
Moraleja: Los contactos se suman, pero los amigos se sienten. La vida, al final, se mide en la calidez de las pocas manos que nos sostienen, no en la cantidad de nombres que llenan nuestras listas.