Corazas invisibles

En el laberinto de la existencia, cuando el alma se ha llenado de cicatrices y los desengaños nos han dejado marcas indelebles, sentimos la imperiosa necesidad de buscar refugio.

Así, erigimos una coraza emocional, un escudo invisible que nos protege del filo implacable del dolor, resguardándonos en la soledad de nuestros miedos. Cerramos las puertas del corazón con cerrojos de incertidumbre, manteniendo a los demás a una distancia prudente, como si fueran náufragos de nuestro propio naufragio.

Pero esa coraza, que parece salvarnos del sufrimiento, nos arrebata también la posibilidad de experimentar la dicha en su plenitud, esa alegría luminosa que otorga sentido a la vida. El riesgo de ser herido es el precio inevitable de las relaciones humanas, una danza incierta en la que no podemos dominar ni prever las acciones del otro.

Sin embargo, es en esa fragilidad, en esa exposición desnuda de nuestras almas, donde reside la auténtica magia de los vínculos verdaderos.

Cuando nos despojamos del miedo y abrimos de par en par las puertas del alma, permitimos que otros entren con su amor, su apoyo, su felicidad, y en ese intercambio sincero y profundo, nos encontramos a nosotros mismos, en el espejo del otro, reflejados con una claridad que trasciende cualquier coraza.