El rencor: una invitación al presente

La palabra rencor proviene del latín rancor, que significa «amargura» o «resentimiento persistente». Este término comparte raíz con rancidus, que evoca algo rancio, podrido, estancado. Y es precisamente eso lo que ocurre con el rencor: se instala en lo más profundo de nuestro ser, como una herida que no cicatriza, como un río detenido que comienza a oler mal.

Pero ¿por qué no podemos olvidar?

Lo que pasó, pasó; ya no pertenece al ahora. Vivimos aferrados a la idea de que nuestra memoria es un refugio de justicia, un lugar donde las heridas encuentran sentido. Nadie cuestiona que tu dolor sea real, que hayas sido ofendido. Nadie niega que hubo una falta, un daño, algo que quebró la armonía de tu vida. Pero eso, como todo en este mundo, ya quedó atrás.

Han transcurrido días, semanas, meses, incluso años, y aun así ese recuerdo sigue visitándote, como un huésped no invitado que insiste en quedarse. ¿Por qué?

Porque el rencor no pertenece al pasado, sino al presente. Es un acto continuo de revivir lo que ya ocurrió. Cada vez que recordamos, recreamos la ofensa, la inflamamos, la mantenemos viva en nuestra mente y en nuestro corazón. Pensamos que así preservamos nuestra dignidad, que al sostener el resentimiento hacemos justicia. Pero no es así. Lo único que logramos es alimentar el sufrimiento.

El rencor no castiga al otro; te castiga a ti. No protege tu dignidad; la debilita.

El budismo Zen nos invita a reflexionar: ¿quién se beneficia del rencor? ¿Quién pierde al aferrarse al pasado? El rencor es una prisión invisible. Nos impide vivir el ahora, porque nuestra mirada está atrapada en un instante que ya no existe. Aceptar lo que ocurrió no significa justificarlo, ni fingir que no dolió. Es, más bien, un acto de compasión hacia uno mismo. Es decidir no cargar más con un peso que no nos corresponde. Es reconocer que el tiempo no puede sanar lo que nosotros nos negamos a soltar.

Entonces surge una pregunta clave: ¿qué hacemos con el rencor?

Pablo d’Ors diría que lo primero es mirarlo con ternura, como quien observa una herida abierta. El rencor nos habla de una parte de nosotros que necesita atención, una parte que busca sanar. No se trata de luchar contra él, sino de escucharlo, de permitirle expresarse, y luego, con amor y paciencia, invitarlo a que se disuelva. Solo cuando entendemos que el rencor es una lección –y no un enemigo– comenzamos a transformarlo. Y con esa transformación llega la libertad. La libertad de vivir el ahora, de dejar que la herida se convierta en cicatriz, y la cicatriz en una historia que ya no duele, sino que nos enseña. La verdadera pregunta no es por qué no podemos olvidar, sino si estamos dispuestos a soltar.

Reflexiones finales:

El rencor es una trampa en la que te quedas atrapado cuando un daño, real o percibido, no encuentra su salida. Desde el psicoanálisis, el rencor nace cuando guardas en tu interior un conflicto que no puedes elaborar. Es como si, al no poder devolver la herida, la haces crecer dentro de ti. Lo que no dices, lo que no reconoces, lo que reprimes, se vuelve un peso que llevas contigo. En el fondo, el rencor es una forma de quedar amarrado al otro, de sostenerlo en tu mente como un enemigo imaginario, alimentando un deseo de venganza o de reparación que nunca se cumple.

Pero el psicoanálisis también te invita a mirar lo que hay detrás de ese rencor. ¿Qué es lo que realmente quieres? ¿Amor? ¿Reconocimiento? ¿Justicia? ¿Y por qué necesitas que sea el otro quien lo conceda? Tal vez el rencor te muestra una herida más antigua, algo no resuelto dentro de ti que ahora se proyecta en el otro. La clave no está en vencer al otro, sino en reconciliarte con esa parte de ti que se sintió traicionada, ignorada o humillada. Solo haciéndote consciente de esa herida, dejando de reprimirla, podrás liberarte de ella.

Desde las religiones, el rencor se ve como un veneno que consume el alma. En el cristianismo, por ejemplo, se te recuerda que el perdón no es solo un acto de bondad hacia los demás, sino un camino hacia tu propia sanación. «Perdona para ser perdonado» no es solo una regla moral, sino una invitación a dejar de ser prisionero de tu dolor. Porque al retener el rencor, te cierras a la gracia, al amor, a Dios. El perdón es una llave para abrir el corazón y permitir que entre la paz.

En el islam, se te dice que Allah es el Misericordioso, y tú, como ser humano, estás llamado a reflejar esa misericordia. No se trata de ignorar el daño, sino de confiar en que la justicia última no está en tus manos, sino en las de lo divino. Al soltar el rencor, no solo liberas al otro, sino que te liberas a ti mismo, confiando en que la vida sigue un curso más amplio del que tú controlas.

El budismo, por su parte, te invita a ver el rencor como una forma de sufrimiento creado por tu mente. Alguien te hirió, sí, pero eres tú quien sigue sosteniendo ese dolor. Practicar el desapego y la compasión no significa aceptar la injusticia, sino dejar de envenenarte a ti mismo. Al meditar, puedes observar el rencor como una emoción pasajera, como una nube que aparece y desaparece en el cielo de tu mente. No eres tu rencor, ni tus heridas; eres el espacio que las contiene, y en ese espacio, puedes encontrar la paz.

En todos estos caminos —ya sea el psicoanálisis o las religiones— la enseñanza es la misma: no es el otro quien debe cambiar para que te liberes del rencor. Eres tú quien puede mirar hacia adentro, comprender, perdonar y, finalmente, soltar. Porque la verdadera libertad no está en que el pasado cambie, sino en que tú decidas vivir sin su peso.