La huella de mi abuela cada seis de enero

Siempre mi abuela. Un pilar de memoria, de ternura, de fortaleza invisible. Era pobre y a la vez rica. Y sí, parece una contradicción, pero no lo es. Ella lo demostró con cada latido, con cada día vivido en un mundo que nunca le fue amable.

Llegó de Gijón, Asturias, a las Américas con apenas 19 años, una muchacha con los sueños cosidos en el forro de una maleta raída. Traía consigo su familia, su fe, y una fortaleza que ni siquiera ella sabía que poseía. En ese entonces, las promesas eran baratas, pero el precio de sobrevivir era alto. Mi abuela lo pagó con sus manos, con sus espaldas inclinadas sobre la plancha y con el sudor de jornadas interminables como sirvienta.

Nunca fue dueña de una casa. Las llaves que sostuvo en sus manos abrieron puertas ajenas, puertas que nunca le pertenecieron. Vivió en alquiler, siempre bajo techos prestados que nunca dejaban de sentirse temporales. Pero si esas paredes no eran suyas, el calor que construyó dentro de ellas sí lo era. Su hogar no necesitaba escrituras ni títulos; su hogar era el amor que tejía con palabras suaves, con risas bajo las luces tenues, con el aroma de un cafecito servido como un acto de resistencia.

Nunca pudo estudiar. Los libros eran para otros, para los que tenían tiempo, para los que no cargaban el peso de la supervivencia diaria. Mi abuela no sabía leer ni escribir, pero en su analfabetismo brillaba una sabiduría que no se aprende en las escuelas. Sabía de la vida, de la gente, del amor. Sabía cómo convertir la escasez en abundancia, cómo transformar un día gris en un milagro cotidiano.

“Era la persona más inteligente que he conocido”, digo sin dudar. Porque su inteligencia no estaba en las palabras, sino en los silencios. No estaba en los libros, sino en los gestos. Era la inteligencia de quien comprende que la vida se mide no por lo que tienes, sino por lo que das.

A mí, su nieto, me dio el sentido de los valores, del trabajo y del estudio. Cada Día de Reyes la evoco como la Reina  que no vino de Oriente, sino de Asturias, que me regaló lo mejor, lo único: el amor. Murió como vivió: sencilla, humilde, amada. Y aunque el mundo la miró siempre desde arriba, nunca la doblegó. Mi abuela materna, siempre mi abuela, fue rica en lo que importa. Rica en amor, rica en enseñanzas, rica en humanidad. Y esa riqueza, la que no se cuenta en monedas, es el tesoro que me dejó.