Cómo aprendí a amar la Bioquímica

Nací en un barrio humilde rodeado de campos y perros callejeros. Mi padre era peón municipal y mi madre trabajaba como sirvienta. Mientras ella dejaba impecables las casas ajenas, yo soñaba con caballos y perros, convencido de que un día sería veterinario. Pero, más que por vocación, creo que era porque nadie me explicó que eso implicaba estudiar más que aprender los nombres de las razas.

Entonces me inscribí en la facultad de veterinaria

Mi abuela asturiana, que había emigrado desde Gijón y era una mujer de pocas palabras, pero de grandes gestos, me dio su bendición: “Estudia, guaje. Si yo pude cruzar el mar, tú puedes con esto”. Mi madre también estaba orgullosa y me apoyaba en todo, aunque siempre me recordaba: “No te olvides de trabajar también”. Pero la universidad me dio un golpe de realidad. Entre Biología Celular y Química General, entendí que los caballos no eran el único desafío. Sobreviví como pude hasta tercer año, lidiando con Anatomía Animal y Microbiología, aunque nunca entendí del todo qué hacía un peroné en un perro. Entonces “la necesidad de trabajar les ganó la partida a las materias de la facultad.”

Regresé a casa con la cabeza gacha

Sentía que había fallado. Trabajé de todo: en almacenes, reparando techos, cualquier cosa para ayudar a mis padres. Mi abuela, con su astucia de siempre, me dijo un día: “Fracasar no es el problema, el problema es quedarse quieto”. No sabía lo que quería decir, pero como todo lo que decía, sonaba profundo.

Muchos años después, alguien mencionó la palabra mágica: Bioquímica

Y ahí estaba yo, un hombre de más de …muchos años, regresando a la universidad para empezar de nuevo. Rodeado de chicos que parecían entender Química Orgánica como si fuera TikTok, me sentía como un fósil en una excavación. Pero mi madre y mi abuela siguieron apoyándome, y mi amigo, ahora mi socio, me empujaba a seguir adelante.

Juntos fundamos una pequeña empresa, que se transformo en una enorme,  en un garaje improvisado

Al principio, parecía un chiste, pero pronto despegamos desarrollando productos biológicos para la industria veterinaria. A los cincuenta y tantos, mientras otros jugaban con sus nietos, yo defendía mi doctorado en Ciencias Bioquímicas y celebraba el éxito de nuestra empresa. Mi abuela no llegó a verlo, pero su espíritu me acompañó siempre.

Hoy entiendo que no hay edad para cambiar el rumbo

Hoy entiendo que no hay edad para cambiar el rumbo, ni fracaso que no te deje algo valioso. Y si me preguntas, diré que aprendí más de los tropiezos que de cualquier manual.  Con el tiempo, me volví un estudiante crónico, en el buen sentido. No me detuve con la Bioquímica, sino que seguí adelante, y realicé un MBA en Marketing y otro en Comercio Exterior, que luego complementé con estudios en Periodismo y Comunicación. Porque, al final, el aprendizaje nunca debe terminar.

Eso sí, la próxima vez estudiaré Bioquímica desde el principio.