Una buena vida nos aleja de la muerte

Vivimos alejados de la muerte, como si fuera una sombra distante que pertenece a otros, ajenos a nosotros. Nos olvidamos de que la muerte no es una extraña, sino una compañera silenciosa que camina a nuestro lado, siempre cercana, siempre presente. En lugar de ignorarla o temerle, deberíamos invitarla a sentarse junto a nosotros, pues en su proximidad reside una verdad profunda: la vida es efímera, y es en esa fragilidad donde encontramos su mayor valor.

A menudo nos creemos inmortales

Como si la muerte fuera una noción abstracta que nunca nos tocará. Pero la vida, con su sabiduría silenciosa, nos susurra lo contrario. La muerte no es un abismo que nos espera al final del camino, es más bien un recordatorio constante de lo transitorio de nuestra existencia. En su cercanía, nos invita a reflexionar sobre lo que realmente importa: «vivir plenamente, en el momento presente. La fragilidad de la vida no debe asustarnos, sino motivarnos a aprovecharla.»

Pensar en la muerte no es rendirse

Sino aceptar que la vida tiene un límite. Al ser conscientes de su presencia, podemos vivir con mayor intensidad, con mayor gratitud. No es la muerte la que define nuestras vidas, sino cómo elegimos vivir mientras estamos aquí. La muerte no es un enemigo, sino un recordatorio de que todo lo que tenemos es valioso, que cada día es un regalo irrepetible.

La verdadera lección

Cuando vivimos con esa conciencia, nos alejamos de la muerte, no porque ignoramos su presencia, sino porque entendemos que, al aceptarla, podemos vivir mejor. Quien abraza su finitud es quien sabe realmente lo que es vivir, quien encuentra en cada instante la riqueza de la vida. La muerte, entonces, no nos aleja de la vida; más bien, nos impulsa a vivir con más profundidad, con más intensidad, porque somos conscientes de lo valioso que es vivir. Tambien nos recuerda que todo lo verdaderamente valioso para disfrutar es imposible comprarlo con dinero: La dicha no se compra con oro, sino con la simplicidad del ser.

En el vuelo fugaz de los días, la verdadera felicidad no reside en lo que se pueda acumular, sino en lo que se vive. Los lazos auténticos que tejemos con otros seres, esos vínculos que no conocen la medida del tiempo ni del precio, son los que nos otorgan la más pura dicha. La risa compartida entre amigos, la caricia de un ser amado, el resplandor de los ojos de un hijo… esos son los tesoros que el oro no puede comprar. El amor, ese fuego que arde sin pedir permiso, ilumina el alma sin necesidad de adornos materiales. Es la presencia de un abrazo, el calor de una mirada que se entrelaza con la nuestra. Es algo que no se negocia, ni se mide, se siente en lo más profundo del corazón.

Más allá de todo lo material, la gratitud se erige como la reina de todas las virtudes

Es en el reconocimiento de lo que somos y lo que tenemos, en el humilde agradecimiento por lo que nos rodea, donde encontramos una paz que el dinero jamás puede ofrecer. Y es en la generosidad, el acto sublime de dar sin esperar nada a cambio, donde la verdadera felicidad toma forma, y nos aleja eternamente de la muerte.