El tiempo y sus espejos

El año se va, como siempre se van los años: sin pedir permiso, sin mirar atrás. Se va cargando maletas repletas de risas y lágrimas, de promesas cumplidas y otras que se quedaron en el aire, flotando como barriletes que nunca encontraron viento.

Cada año es único, irrepetible, como un rostro que se forma y se desdibuja en el espejo del tiempo. Algunos años llegan como abrazos cálidos, otros como tormentas que nos calan hasta los huesos. Pero el tiempo, ese mago caprichoso, no conoce de años buenos ni malos. Solo conoce de momentos, de los que nos quiebran y de los que nos reconstruyen.

Porque, al final, ¿qué es un año sino un puñado de días apilados? Un tapiz tejido con las manos temblorosas de nuestras elecciones, con los hilos invisibles de nuestras risas y dolores. Un año no es lo que nos pasa, sino lo que hacemos con lo que nos pasa.

En el camino nos encontramos con el amor, ese maestro testarudo que nos enseña a entregar sin esperar. Nos cruzamos con el perdón, que no siempre llega cuando lo llamamos, pero cuando llega nos aligera los pasos. Aprendemos a reír, a veces con el cuerpo, a veces solo con los ojos. Aprendemos a caer y a levantarnos, porque no hay otra forma de seguir caminando.

El sufrimiento, ese viejo conocido al que nadie quiere invitar, siempre encuentra la manera de colarse en nuestra casa. Llega como un ladrón que nos despoja de certezas, pero a cambio nos deja algo más valioso: la claridad para ver lo que realmente importa. Y el fracaso, que tiene mala fama, pero buenas intenciones, nos enseña que las caídas no son tumbas, sino trampolines.

A veces olvidamos que la vida no está allá afuera, en los relojes que cuentan los días ni en las sombras que proyecta el calendario. La vida está aquí, en nuestras manos. Está en la manera en que elegimos mirar el amanecer, en las palabras que decimos y en las que callamos, en los pasos que damos, incluso cuando no sabemos a dónde vamos.

Al final del año, cuando todo parece agotado, nos damos cuenta de que lo vivido no pesa tanto como lo que aún nos queda por vivir. Y entonces comprendemos que el tiempo no es enemigo ni aliado; es solo un espejo que nos devuelve nuestra propia imagen. ¿Y tú? ¿Qué ves cuando te miras en el espejo del año que termina?