“Nadie te va a recordar por tu currículum, sino por tu forma de ser” Víctor Küppers 

La formación académica y el conocimiento pueden abrir muchas puertas, es cierto. Las aulas, los libros, las teorías nos permiten acceder a horizontes insospechados, a ideas nuevas, a mundos que de otra manera permanecerían invisibles. Pero si al saber no lo acompaña una mirada honesta, si no hay sensibilidad ni un compromiso con los demás, entonces ese saber se convierte en algo incompleto, en un cúmulo de datos vacíos, en una colección de fórmulas que no trascienden. Porque, ¿de qué sirve saberlo todo si no entendemos lo esencial? ¿De qué sirve el conocimiento si nos volvemos insensibles?

El ser humano no es solo un cúmulo de teorías, de conceptos o de fórmulas que se pueden escribir en una pizarra

Lo que realmente nos define es nuestra capacidad de sentir y de actuar, cómo tratamos al prójimo, cómo miramos a los ojos de quienes nos rodean. Nos definen los pequeños gestos, la manera en que interpretamos las pequeñas tragedias y las alegrías cotidianas, esas que a veces pasan desapercibidas pero que en su sencillez contienen toda la verdad de lo humano.

La educación no debería limitarse a entrenar la mente

También debería formar el corazón. Porque en el corazón, en ese órgano invisible que alberga nuestras emociones más profundas, es donde nace la verdadera sabiduría. No es suficiente con acumular títulos o logros académicos si no somos capaces de escuchar el latido del mundo, de reconocer el dolor en la mirada del otro, de sentir la esperanza en una sonrisa, aunque sea fugaz.

A veces nos perdemos en la vorágine de la competencia

En esa carrera desenfrenada por saber más, por acumular más logros, más títulos, más reconocimientos. Pero ¿a dónde nos lleva todo eso si nos olvidamos de lo más esencial? Porque al final, la vida no se mide por lo que sabemos, sino por lo que hacemos con ese conocimiento. Saber no es un fin en sí mismo; es apenas un punto de partida, una herramienta que, bien usada, puede transformar el mundo, pero que mal entendida, puede separarnos de lo más humano en nosotros.

Lo que realmente nos define, lo que perdura más allá de nuestras vidas, son las huellas que dejamos en los demás

No hablo de grandes gestas, de monumentos erigidos en nuestro honor, sino de esas pequeñas huellas, a veces invisibles, que dejamos en las vidas que tocamos. Son esos pequeños actos de humanidad los que marcan la diferencia, los que, aunque no siempre se vean, se sienten y se recuerdan. Esos gestos son nuestra verdadera huella de carbono en este mundo, una huella que no contamina, sino que purifica, que sana, que nos conecta.

La empatía

Esa capacidad de ponernos en el lugar del otro, de comprender su dolor y su alegría, es quizás el mayor de los saberes. Porque es en la empatía donde radica nuestra humanidad más profunda. Y para cultivarla, no se necesitan títulos ni diplomas. Hay una frase del poeta Mario Benedetti (Uruguay 1920 – 2009) que dice: “De vez en cuando es bueno ser consciente de que no todo es posible”. Quizás no podamos resolver todos los problemas del mundo con nuestro saber, quizás no podamos sanar todas las heridas, pero si somos capaces de hacer más llevadera la carga de quienes nos rodean, si con nuestro conocimiento logramos iluminar, aunque sea una pequeña parte de la oscuridad, que a veces envuelve la vida, entonces habremos hecho un buen trabajo.

No es suficiente con ser sabios; es necesario ser buenas personas

Y la bondad, esa que no se aprende en los libros, es la que nos salva, la que nos da sentido. Porque, al final, no seremos recordados por todo lo que supimos, sino por cómo hicimos sentir a los demás.