Tristeza y melancolía, dos criaturas diferentes

En los pliegues del alma, donde el viento de la historia murmura y el tiempo teje sus hilos invisibles, habitan dos musas melancólicas: la tristeza y la melancolía. Aunque a menudo se las confunde, son criaturas diferentes en su esencia.

La tristeza:

Hija del instante, surge en el ahora como un río que desborda. Nace de una herida, de un adiós que rasga el alma, de un sueño que se desvanece en el alba. Es un llanto que brota, un dolor que duele, una sombra pasajera que tiñe el día. La tristeza es un grito que explota, una lágrima que brilla en el silencio de la noche.

La melancolía:

En cambio, es una vieja amiga que camina a nuestro lado. No se precipita como la tristeza; llega despacio, con pasos de seda y mirada de luna. La melancolía es un eco de tiempos idos, una canción que nos cuenta historias de otros días, una reflexión que mira el horizonte con ojos de antaño. Es el murmullo del mar en la concha del oído, la nostalgia que acaricia el corazón con manos de terciopelo.

“¿Por qué estoy triste?”, preguntamos al espejo de la vida:

La tristeza tiene mil rostros y mil nombres. Puede ser el vacío dejado por un ser querido que partió, la decepción que clava sus garras, el estrés que aprieta como una soga invisible, la soledad que se sienta a nuestro lado en la mesa vacía, la frustración que golpea como un martillo, la inseguridad que tiembla en el rincón del alma.

Las pérdidas, esas sombras que nos acompañan en el camino, son puertas abiertas a la tristeza. La pérdida de un abrazo, de una risa, de un trabajo, de una rutina que nos daba sentido. Es preciso permitirnos sentir, abrir el cofre de las lágrimas, dejar que el dolor nos enseñe su lección. Solo así, al tocar el fondo del abismo, podemos empezar a ascender hacia la luz.

Estamos hechos de historias:

De recuerdos que nos habitan, de sueños que nos sostienen. En la tristeza y la melancolía encontramos la trama de nuestra existencia, el tejido que nos conecta con el universo. Sentir, recordar, llorar y reír: es el canto eterno de la vida.